Hoy hay algo extraño. Lo siento en los dedos de los pies al restregarlos por la moqueta. Lo siento en el despertador que dejo sonar más de medio minuto antes de apagarlo, creyendo que de alguna forma se detendrá solo. Miro mi casa vacía, como siempre, y me digo que tengo que tengo que sacar tiempo para pasar el aspirador y quitar el polvo. La mugre se acumula en los intersticios de las baldosas del baño y la lechuga de la nevera tiene más hojas marrones que verdes. Sé que es un pequeño desastre, pero pienso, como he hecho con el despertador, que si lo dejo en paz, se solucionará sin mi intervención. No sé porqué lo pienso, pero es así. Hoy hay algo extraño.
Me cuesta hacerme el nudo de la corbata y tengo que repetirlo y repetirlo y repetirlo. Me llamo Jack y tengo seis corbatas. Tengo seis corbatas, tres trajes y quinientos libros. No sé qué más podéis querer saber de mí.
Hoy hace exactamente un año y medio que Claudia me dejó. Hablamos de vez en cuando y ella me ha dejado caer, como si tal cosa, que ya está con otra persona, y yo le he dicho que me alegro de que haya rehecho su vida, aunque no sea cierto. También, como si tal cosa, me ha preguntado si yo estaba con alguien y yo le he dicho que sí, pero que llevamos poco tiempo. Mentira mentira mentira, pero sé que ella se va a sentir mejor al oírlo, y va a dejar de pensar que me ha abandonado, como así ha sido. Pero no la culpo. Hoy no.
Creo que llevo varios minutos lavándome los dientes, centrado en mis pensamientos sobre Claudia y la moqueta del dormitorio. Siento las cerdas del cepillo como espigas de heno en mi boca, pero continúo. Continúo porque es lo que tengo que hacer. Continuo porque es lo que siempre he hecho. Llevo un año y medio solo.
No es que no haya echado un polvo en año y medio, claro que no. He tenido sexo con tres mujeres. A las tres las conocí en un bar, no en el mismo bar, y a las tres traté de invitarlas a desayunar, pero todas rehusaron. Tenían trabajos a los que asistir. Las tres trabajaban en domingo.
Así que todos los días camino hasta la parada del autobús y veo a la misma gente y no les digo nada, aunque nos veamos 5 días por semana. Subo al autobús y antes de sentarme en uno de los asientos vacíos miro a mi alrededor buscando a ancianas o mujeres embarazadas. Me gusta cederles el sitio. Me da una grata sensación en la boca del estómago que suele durarme hasta que llego a la oficina y me encuentro con alguno de mis compañeros de trabajo. A ellos sí les saludo. Ellos me saludan a mí también, y me gusta, pero no tanto como ceder el sitio.
A veces hay una chica que me mira en el autobús. Levanta su mirada un poco por encima del libro, oculta tras unas gafas pequeñas de pasta. Tiene ojos marrones y vivos. Lo sé porque los he observado cuando recorren raudos las líneas de una página. Yo también la he mirado algunas veces, pero ninguno de los dos hemos hecho nada. Nunca hacemos nada.
Desde antes de que Claudia me dejara, desde mucho antes, he estado consumiendo paroxetina y halazepam por consejo médico. Quizá desde los veinticinco, si mal no recuerdo. Diez años de antidepresivos es una carga muy grande para alguien como yo, como imagino que lo será para cualquiera. Ahora ya no creo en los antidepresivos. Creo que el médico me los recetó porque no sabía qué me pasaba, porque no sabía cómo era yo. No puedo culparle. Diez años después yo aun estoy en proceso de descubrirlo. Quizá el día en que lo tenga claro haga una locura. Quizá no haga nada. Nunca hago nada, de todas maneras.
Trabajo en una empresa informática, una empresa mediana que ha sido adquirida por una gran corporación, de forma que aunque sigo trabajando en el mismo escritorio y la mayoría de mis compañeros no han cambiado, ahora nuestro logotipo es distinto. Me dieron una caja de metacrilato transparente con unas pequeñas tarjetas de visita con mi nombre en relieve y al lado del logotipo de mi nueva empresa. Las miré durante unos minutos y me pregunté si ese era yo, si esa era la respuesta a mi búsqueda. Tuve que correr al baño y sentarme en el retrete y meter la cabeza entre las piernas y tratar de controlar mi respiración hasta que cesaron los sudores fríos. Cuando volví a mi escritorio guardé las tarjetas en el cajón y no las he vuelto a ver. No es una gran cosa, claro, al fin y cabo, nunca voy de visita a ninguna parte. Miento, ahora que lo pienso. Antes de guardarlas en el cajón, metí una en un sobre y se la envié a Claudia. Nunca obtuve respuesta, pero es lo que suele ocurrirme cuando no hago preguntas.
Durante ocho horas diarias, nueve si cuento la hora que tenemos para la comida, trabajo codo a codo con mis compañeros de departamento. Hablamos de los problemas que tenemos que resolver para conseguir un proyecto y de las trabas que nos encontramos, creadas por la empresa o nuestros propios superiores. A veces podemos y a veces no podemos, pero siempre lo intentamos. Me gusta comer algo ligero al mediodía, mientras mis compañeros, lo más parecido que tengo a amigos, mastican sus enormes filetes y patatas asadas. Yo me meto en la boca pedazos de lechuga y tomate mientras hago que les escucho y tarareo por lo bajo sinfonías de Brahms. Nadie hasta ahora se ha dado cuenta. Algunas veces me pegan en el hombro y me dicen que hablo poco, pero yo sonrío y eso parece bastarles.
Algunos días, cuando no salimos muy tarde o precisamente porque salimos tarde, vamos a un bar cercano y jugamos a los dardos. Me gustan los dardos. Me gusta el sonido cuando se clavan y los vítores que los acompañan. Tengo buena puntería, la mejor entre mis compañeros. Todos quieren estar en mi equipo. Siempre hay alguien que me trae una cerveza y choca conmigo el cuello de la botella cuando hago una buena jugada. No es que sea un apasionado de la cerveza, pero resulta raro tomar un refresco cuando todos los demás están consumiendo alcohol. No siempre bebo, a veces tan solo dejo que se caliente encima de la mesa, junto a un pequeño ejercito de botellas vacías. Nadie lo nota. Si lo hicieran, por seguro que se la beberían. Y yo no les diría que esa cerveza es mía. Nunca digo nada en este tipo de situaciones. Suelen resolverse solas. Es una pena que la limpieza de mi baño no funcione igual.
En esas veces que salimos todos juntos vemos muchas mujeres. Como nosotros salen al finalizar su jornada laboral a tomarse unas cervezas. Mis compañeros se abalanzan sobre algunas, las más atractivas o borrachas, y comienzan e entablar conversación con ellas. Al principio ellos suelen reírse y ellas no, pero tras algunos tragos la cosa se suele equiparar. Ha sido en alguna de estas ocasiones donde me he visto abocado a hablar con alguna por la presión de mis compañeros. Al principio iban ellos primero a abrirme el camino, pero ahora he aprendido a hacerlo solo. No es demasiado difícil, tan solo tengo que comenzar a hablar y hacerles alguna pregunta y entonces ellas se enrollan a hablar y pasados unos minutos me dicen que tengo unos ojos muy tiernos y me preguntan por qué hablo tan poco. Yo les contesto que prefiero escuchar y eso les sirve de acicate para continuar hablando. Lo normal es que tras una media hora ellas me digan que tienen que irse o yo les diga que tengo que irme. Entonces vuelvo a mi pandilla y les digo: Estaba casada, ¿os lo podéis creer? Y todos vitorean como si hubiera hecho una buena jugada en la diana. Todos parecen felices. Todos menos yo.
Cuando vuelvo a casa suelo escuchar algo de música y leer algún libro. Me gustan Los Clash y The Who, pero no son los únicos. Leo alguno de los libros que saco al azar de la librería donde se amontonan sin orden ni concierto. No me importa que sea alguno que ya he leído. Para mí es como hablar con alguien con quien alguna vez he hablado. Tengo una sensación de familiaridad muy agradable. Cuando un libro no me gusta, suelo dejarlo en alguno de los bancos que me pillan de camino a la parada del autobús. Cuando vuelvo por la tarde ya no están. A veces me digo que si fuese mejor persona, dejaría los que me gustan. A veces también veo trailers de películas en internet. No es que no disponga de tiempo para ver las películas completas, pero prefiero los trailers. Un trailer es como una primera cita con alguien. Trata de condensar todas las buenas experiencias de una vida en unos pocos minutos. Si no te gusta, no tienes porque ver el resto. Alguna vez, por curiosidad, he visto alguna de esas películas, pero la experiencia me ha hecho decantarme por la versión reducida. Con las personas me pasa algo parecido. Excepto con Claudia.
Antes de acostarme suelo pensar en cosas como los transatlánticos varados en Mauritania. Trato de evocar sus superficies metálicas oxidadas y ásperas. O en Kolsmanskop, la ciudad devorada por la arena en la región de Namib. Sé que es extraño pensar en estas cosas antes de acostarse, y lo sé porque he preguntado a otra gente en qué piensan ellos. Es por eso que no se lo he comentado a nadie. Bueno, miento. Se lo he comentado a Claudia, pero a ella no le parece raro. Quizá es por ese tipo de cosas por las que hacíamos buena pareja, en mi opinión. En la suya no lo hacíamos, pero no puedo culparla. Al fin y al cabo, ella nunca pensó en cosas así al irse a la cama.
Pero hoy es distinto. Lo siento en los dedos de los pies al restregarlos por la moqueta. Lo siento en el despertador que dejo sonar más de medio minuto antes de apagarlo, creyendo que de alguna forma se detendrá solo. Miro mi casa vacía, como siempre, y me digo que tengo que tengo que sacar tiempo para pasar el aspirador y quitar el polvo. Pero hoy sé que no lo haré. Porque hace ocho meses que no tomo una sola pastilla de halazepam o paroxetina. Porque hoy, por primera vez en mucho tiempo, no tengo miedo a levantarme de la cama y no siento ese nudo en el pecho cuando me ato una de mis seis corbatas. Quizá sea por eso que me está costando tanto. Saboreo las tostadas con mantequilla y recorro su superficie con la lengua, mezcla crujiente y cremosa. Bebo el café de la máquina, el primero de los tres que me tomaré en el día y ya no lo siento revolverse en la boca de mi estómago. Es más, me parece hasta sabroso.
Hoy hace un día nublado, pero no me importa. Hoy hace exactamente un año y medio que Claudia me abandonó. Veo el mensaje que me dejó en el contestador ayer cuando trabajaba, pero no lo escucho. Será como todos, para asegurarme de que estoy bien. No lo estoy, pero ahora lo sé. Ahora lo sé.
Cojo algunos de mis libros favoritos de la estantería y los guardo en una de las bolsas de plástico de la compra que se acumulan en mi cocina y ya no sé donde meter, en una de esas bolsas de plástico no biodegradables que tardan cuatrocientos años en deshacerse en el medio. Y ahí meto a Dumas, a Hobbs, a Palahniuk, a Tolstoi. Y salgo a la calle y me da igual la lluvia que ha comenzado a caer y dejo cada libro en un banco y miro cómo las gotas se posan en su superficie de cuero o plástico. Cuando llego a la parada del autobús estoy empapado y el agua de lluvia chorrea por mi frente y mi flequillo. La gente me mira de reojo y yo les miro de frente hasta que apartan la mirada. Es una sensación nueva, como ver brillar por primera vez las motas de polvo en suspensión. Parece magia, pero no lo es; nunca lo ha sido.
Saco mi móvil de la chaqueta y escribo un mensaje de texto a Claudia donde le digo que no estaba con nadie, que todo lo que le dije era mentira. No le digo que lo siento porque no es cierto. Cuando lo envío, apagó el teléfono, abro la ventana del autobús y lo lanzo a la calle. Una mujer me mira curiosa y yo le contesto levantando los hombros y sonriendo, como si no hubiera podido hacer otra cosa. Ella sonríe a su vez y vuelve a su lectura.
Paso el día en la oficina repartiendo mis tarjetas de visita. Recorro los pasillos y a todos aquellos con los que me encuentro, les aprieto la mano, les digo mi nombre y meto en su bolsillo de la chaqueta una de mis tarjetas. Ellos ora se ríen, ora me miran extrañados, pero la cuestión es que tras un par de horas he acabado con todas mis existencias. Tiro la caja de metacrilato a una papelera y no vuelvo a pensar en ello. Me pasan un informe para que lo revise, pero en vez de eso lo clavo en la pared con una chincheta, saco de mi cajón mi caja de tres dardos y los clavo en el informe desde el otro lado de la sala, uno al lado del otro. Muchos de mis compañeros aplauden y me sacuden los hombros entre carcajadas. Es igual que en el bar, pero ya no me siento extraño. En la comida me como un chuletón de buey con patatas fritas y estoy tan hinchado que tengo que aflojarme el cinturón. Por la tarde el sopor me vence y me quedo dormido en una de las reuniones estratégicas con uno de mis superiores. No se si a él le importa, pero desde luego que a mí no. Para el final del día, creo que me van a despedir, pero no lo tengo claro. En cualquier caso, no sé si mañana volveré por la oficina. No recojo nada antes de salir. No hay nada que quiera conservar.
A la salida me paso por el bar yo solo y pido un chupito de tequila. Me lo bebo de un trago y cuando voy a pagar el camarero me dice que estoy invitado.
Paso por el supermercado antes de volver a casa y compro comida que nunca había comprado. Meto en mi cesta guindillas picantes y salsa barbacoa y arroz basmati. También una botella de vodka triple destilación. Cuando llego a la caja atravieso el arco metálico sin detenerme y sin que suene ningún pitido. Nadie me detiene.
Subo al autobús y veo al fondo a la chica de los ojos marrones y las gafas de pasta. Ya no lee el libro que suele leer por las mañanas. Parece cansada. Me siento a su lado a pesar de que hay otros muchos asientos libres. Ella me mira de reojo, pero no se atreve a decirme nada. Entonces yo la toco el hombro.
- ¿En qué piensas antes de dormirte? –le pregunto.
Ella me mira en silencio, sorprendida. Yo le sonrío.
- En serio.
- Bueno, no lo sé.
- Invéntate algo, lo primero que se te pase por la cabeza.
- En barcos –responde al instante.
- ¿Barcos varados en la arena?
- No, barcos en el agua.
- Ah –contesto-. ¿Te parece raro que yo piense en barcos varados en la arena?
- No más que otras cosas –dice ella.
- Me llamo Jack.
Voy a darle una tarjeta, pero ya no me quedan.
- No me quedan tarjetas –le digo.
- No importa.
- ¿Cómo te llamas tú?
- María.
- ¿Te gustan los Clash?
- No.
- ¿Y The Who?
- Tampoco.
- Bueno, quizá ahora a mí tampoco.
La invito a casa. Ella acepta, pero me advierte que no va a pasar nada.
- Nunca pasa nada –contesto yo.
- Tienes la casa muy sucia –me dice.
Echo una mirada en derredor y observo la casa como si fuera la habitación de un hotel.
- Eso mismo he pensado yo esta mañana.
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