Golpeo la puerta de su casa una y otra vez, furioso. La golpeo hasta que me duele la mano, pero no me detengo. Y no me detengo porque empiezo a comprender que detenerse es empezar a morir. Anoche no habría pensado nada de esto, pero anoche no es hoy, y desde luego hoy no es ahora.
Ella aparece en la puerta, con una de mis camisetas viejas de héroes del silencio llena de manchas de lejía. Me mira desconcertada. Tiene los ojos muy abiertos y llenos de legañas.
- ¿Qué mierda pasa? –dice ella.
- Tengo que hablar contigo –le respondo.
- ¿Pero de qué coño vas? ¡Son las cuatro y media de la mañana!
- Lo sé, y lo siento, pero esto no puede esperar.
- ¡Estaba durmiendo!
- Lo sé, lo sé. ¿Podemos hablar?
Me mira y no sabe qué decir. Se mira la camiseta que le viene grande y que deja al descubierto las primeras varices de sus piernas.
- Pasa joder, pasa.
Paso y voy al salón. Por un momento parece que ella se va a sentar a mi lado en sol sofá, pero va al baño y vuelve un minuto después con unos vaqueros y el pelo recogido con una goma.
- Bueno, pues tú dirás.
Me sudan las manos, pero no me importa. Cojo una de las suyas y la retengo, sintiendo aun la tibieza de las sábanas en contraste con el frío de la noche que yo traigo.
- Vengo del aeropuerto.
Dudo cómo seguir durante un instante. Tengo tantas emociones en la garganta que no soy capaz de ponerme de acuerdo conmigo mismo.
- ¿A dónde fuiste?
- A Dublín, pero...
- ¿A Dublín? ¿A ver a Carlos?
Carlos es un amigo nuestro que trabaja en el Trinity College.
- No, bueno sí, vi a Carlos, pero eso no es lo importante.
- Pues tú dirás qué es lo importante, entonces.
- Lo importante, por lo que vengo, es porque cuando volvíamos el avión ha pillado una bolsa de aire frío. Cuando esto ha pasado ha caído doscientos metros de golpe en vertical, se han apagado las luces, la gente se ha puesto a chillar... ha sido espantoso.
- Joder...
- La mujer que tenía al lado, una mujer mayor con el pelo cardado y los ojos llenos de rimel, me ha cogido del brazo y se ha puesto a rezar. De verdad, ha habido unos minutos donde creí que se acababa todo.
- ¿Y qué ha pasado?
- Pues de pronto se han encendido las luces, la gente se ha callado y la mujer me ha soltado del brazo. El capitán nos ha dicho que hemos atravesado una masa de aire frío, pero que todo volvía a la normalidad.
- Vaya susto, ¿no?
- Sí. Pero cuando se han encendido las luces me he dado cuenta de que había sacado mi cartera del bolsillo y tenía esta foto en la mano.
Pongo la foto en la mesilla de noche. Es una foto antigua y ajada de ambos en un fotomatón. Sonreímos. Éramos jóvenes.
- Aun la guardas en la cartera...
- Ni siquiera yo me acordaba de que estaba ahí. Pero desde que se han encendido las luces no he podido dejar de mirarla.
- Yo no...
La interrumpo. No quiero que hable. No quiero que diga nada porque si lo hace me callaré y la escucharé y no seré capaz de decir lo que he venido a decir, y si no lo hago, mañana por la mañana me voy a odiar al mirarme al espejo.
- Calla. Déjame acabar, por favor, será un minuto. Por favor.
Ella se calla y asiente. Me conoce lo suficiente para saber cuándo estoy a punto de decir algo importante.
- Ha habido un momento donde de veras creí que íbamos a acabar en el fondo del canal de la mancha. Y en esos momentos me han pasado muchas cosas por la cabeza, muchas, pero cuando te he imaginado a ti, no se porqué, me he sentido mejor. Porque aunque todo nos saliese mal, creo que de lo único que no me arrepiento es de haberte amado. Así que me he prometido que si salíamos de esta y lográbamos aterrizar, saldría corriendo, cogería un taxi y vendría aquí a decírtelo. Porque es algo que llevo dos años queriendo hacer.
Ella no dice nada. Yo tampoco. Lo he soltado de un tirón y me siento vacío. Los dos nos quedamos allí, en el silencio de las cuatro de la mañana, mirando la mesita baja con su juego de café árabe.
- ¿Y la maleta? –dice ella.
Entonces me acuerdo de la maleta. La imagino en la cinta transportadora, dando vueltas y vueltas sola hasta que un operario la recoge, la etiqueta y la guarda en el almacén.
Ella me regaló esa maleta.
- No sé qué decirte. Entiendo lo que debes sentir y por lo que has pasado, pero ahora mismo estoy un poco descolocada.
Se rasca la cabeza en un gesto mil veces visto. Me acerco a ella.
- No he venido a que me digas nada.
La beso. La beso como si no hubiera mañana. La beso como si no hubiera hoy, como si aun estuviéramos juntos y el tiempo no hubiese pasado. Ella me devuelve el beso. De pronto oímos una voz.
- Hola.
Nos separamos y me doy la vuelta. Al lado del sofá, de pie, hay un tipo en ropa interior. Es alto, delgado. Tiene entradas y necesita un afeitado.
- Él es Javier –dice ella.
- Hola, Javier –respondo yo.
Y así nos quedamos los tres, sin añadir nada. Ella no sabe a dónde mirar, así que mira el suelo. Yo me levanto.
- Bueno, es tarde, mejor me voy. Perdonad las molestias.
Nadie me detiene ni me dice nada mientras me acerco a la puerta. La abro y cuando estoy a punto de salir, una mano me hace dar la vuelta. Ella me mira sin decir nada, con los ojos vidriosos. Se quita mi camiseta de héroes del silencio y me la tiende. No se molesta en cubrir sus pechos llenos de pecas.
La cojo. Sonrío y me voy. No he bajado más que un par de escalones cuando comienzo a escuchar los gritos de Javier.
Bajo a la calle y paro un taxi. Me subo.
- Al aeropuerto, por favor.
El taxista se da la vuelta y me mira.
- ¿Y la maleta?
- Precisamente es lo que voy a buscar.
© Santiago Pajares. 26 de Abril de 2010.
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