Tuesday, April 24, 2007

Las gafas

No suelo esconderme, pero a veces no me queda mas remedio. Cuando la tensión bloquea mis hombros y hace que el más mínimo movimiento de mis brazos se convierta en un espasmo de dolor, sé que es la hora de cambiar. Entro a una tienda y compro ropa muy distinta a la que suelo usar. Pantalones vaqueros desgastados, tan sucios que parecen recién salidos de una mina de cobre.
Camisas chillonas y las gafas de sol más psicodélicas que encuentro. Grandes, que me tapen más allá de mis cejas hasta juntarse con la línea del pelo. Entonces todo resulta un poco más fácil, y eso es solo el principio. Imagino que la persona que está detrás de esas gafas y mira a través de esos cristales no soy yo, sino como a mí me gustaría ser solo por un instante. Pero puedes alargar ese instante todo lo que quieras. Lo puedes llamar Tu Vida. Puedes incluir a tu futura mujer y a tus futuros hijos en ese instante; pero acuérdate de no quitarte nunca las gafas de sol y los vaqueros desgastados, porque entonces la habrás cagado.

Cuando estoy dentro de ese instante nada parece hacerme daño. Al fin y al cabo, no soy yo. No son mis encías las que sangran llenando mi boca de un sabor metálico. No es mi hígado el que sufre las resacas. No es mi polla la que echa polvos gloriosos a toda mujer que se acerca a mirar mis gafas de sol.

Y no sé porque es así. La gente se siente más a gusto conmigo, respiran más tranquilos. Las chicas que se sientan a mi lado hablan de las irregularidades de su menstruación como si estuviéramos en la consulta de médico. Me pregunto que dirían si yo les hablara de mis problemas de erección, de mi eyaculación precoz. De mi obsesión compulsiva por los pechos y las nalgas. No es que a mi me pase. No a mí, al menos. Al fin y al cabo yo estoy al otro lado de esos cristales.

Procuro no ver a mis familiares y amigos mientras me encuentro convertido en mi otro yo. Ellos no entenderían, o no querrían entenderlo. Yo desde luego no quiero psicoanalizarme y descubrir porqué disfruto lo que disfruto. Eso sería analizar un orgasmo, y yo solo quiero correrme. Tantas veces y tan fuerte como pueda. Pero no me entendáis mal. No es nada sexual, o no solo sexual, al menos. Es un acto tan simple como ponerme unas gafas y decidir qué quiero ver al otro lado del cristal. El otro día caminaba por la calle y un chico delante de mí sacó su último cigarrillo y lanzó el paquete al suelo, y cuando vio que yo lo había visto, se agachó, lo metió en uno de sus bolsillos y siguió caminando. Una docena de metros después lo tiró a una papelera. Porque no sabía discernir si el acto me había gustado o no. Porque no sabía si detrás de mis gafas había alguien más peligroso que él. Y yo no tuve que hacer nada, solo mirar el paquete. Me encanta ese poder. Ojala mi verdadero yo (o falso yo, llevo tanto tiempo con las gafas puestas que comienzo a no tenerlo claro) pudiera hacerlo. Pero ellos ven en él a un chico tímido y manso, sin rastro de ambigüedad. A veces me da pena ese chico. Nadie lo comprende. Ni el mismo. Ni yo.

Desde luego no su novia o familiares. Se dedican a estar cerca de él, aleteando a su alrededor para denotar su presencia sin apenas interactuar.

El tiempo pasa. Yo viajo cada vez más, cada vez que comienzo a sentir que mis nuevos amigos o mis siempre cambiantes mujeres pueden intuir las arrugas alrededor de mis ojos. Cuando eso pasa, cojo algo de dinero prestado del primer sitio que encuentro, me subo en un avión y me marcho a otro lugar. A veces no es necesario que sea lejos, sino que tan solo sea otro lugar. Allí hago nuevos amigos y tomo cerveza mientras juego al billar. Me follo a sus amigas o novias y les enseño nuevas posturas que desconocían. Hasta que ellas comienzan a mirarme fijo, a acercarse poco a poco a mi para tratar de ver a través de mis cristales, para ver mi otro yo, a ese que disfruta ahí detrás manejando mis mandos como si yo fuese una videoconsola. Por eso me gustaba darles la vuelta y follarlas a cuatro patas. Porque el único contacto que quiero con ellas es el de sus nalgas rebotando en mis caderas, sus gemidos acompañando mis gemidos, su corazón latiendo con el mío, pero no al unísono.

Cada vez pasa más a menudo. A veces solo tengo tiempo de echar un par de partidas de billar y a follar un par de veces antes de que esa sensación de sentirme observado me acucie y tenga que escapar.

No sé donde me encuentro ahora, pero tengo que volver. Dejar salir a ese manso que viste polos y pantalones de pinzas, darle la mano y dejar que me guíe a casa. Si es que existe algún sitio que pueda llamar hogar.

Intento quitarme las gafas, pero hacen resistencia. Parece que las arrugas de mis ojos se hubieran enroscado en la montura para no dejarlas marchar. Siento el vacío dentro de los cristales. Lo intento con las dos manos y consigo separarlas un poco, pero me duele. Descanso unos momentos y decido tirar con más fuerza, hasta que las ampollas que se formen en mis dedos sangren y exploten.

No puedo llevar más estas gafas. No quiero.

Tiro y hago fuerza con mis brazos, sintiendo la conocida presión en los omoplatos. Se separan un poco. Tiro más fuerte, ignorando el dolor, diciéndome que dentro de poco podré volver a esa casa que tanto odié donde nadie me quería realmente. Ni siquiera yo. Un poco más. Más dolor, más fuerte. Ya las siento casi separadas de mi piel, así como los pequeños regueros de sangre resbalando por mis mejillas.

El tirón final. Y lo consigo.

Caigo al suelo ahogado de dolor, mezclando la sangre con mi sudor y mis lágrimas. No veo nada. Todo está negro. No veo las gafas de sol tiradas en la acera a un par de metros de mí, pero sí distingo los gritos de los niños que se han dado cuenta que mis ojos han quedado pegados a los cristales. Y entonces lo comprendo. No son mis ojos, ya no. Son los ojos de las gafas. Y ni yo ni el chico de los pantalones de pinzas (o quizá seamos el mismo, no lo sé) podremos usarlos más.

Paso una temporada en un hospital de una ciudad desconocida. Me han informado de su nombre y su localización, pero no quiero saberlo. Ahora solo oigo un idioma que no entiendo y toco mis sábanas y mi mesilla de noche.

Nunca he sido tan feliz.


© Santiago Pajares. 24 de Julio de 2007. Avión Madrid-Copenhague.

1 comment: