Es una noche de esas. Ella está apoyada en la barra de un bar. Está sola y bebe un tercio de cerveza. No baila y no parece esperar a nadie. No escucha la música que truena a su alrededor. No parece estar haciendo nada en particular. Me acerco hasta ella y comienzo a hablarle.
- Hola, Soy Javier.
Ella da un largo trago a su botella y no contesta. Pero su mirada tampoco parece indicar que me vaya, así que continúo.
- ¿Qué haces?
Ella deja de beber y me mira por primera vez con sus ojos turbios de cerveza.
- ¿No pretenderás ahora que hablemos de los triste que es mi vida, verdad?
- No si tú no quieres –contesto.
- No quiero.
- Podemos hablar de otras cosas.
- ¿Cómo cuales?
No sé qué decir. Supongo que debería pensar estas cosas antes de lanzar este tipo de preguntas. Al final digo:
- O podemos no hablar de nada.
Veo un asomo de sonrisa en sus ojos, que no en su boca.
- Ahora has conseguido atraer mi atención.
Le digo que vivo lejos, pero que tengo coche. No sé si ella lo entiende como que no tardaríamos mucho en llegar a mi casa o que podemos follar en mi coche. En realidad no importa porque me valen las dos cosas.
- Yo vivo cerca de aquí –me dice.
- ¿Nos terminamos la copa primero? –No quiero parecer ansioso.
- ¿Sin hablar?
- Sin hablar.
Entonces me mira fijo y acaba su tercio de cerveza de un trago y lo deja en la barra. Coge mi gin tonic y lo acaba en dos tragos. Me agarra de la mano y me saca del bar. Caminamos así por la calle, ella tirando de mi mano como si yo fuera un niño pequeño tratando de seguirle el ritmo.
Subimos en silencio en el ascensor.
En su casa me pone un gin tonic por el que se me ha bebido y me dice que va a ponerse algo más cómodo. Yo espero en el sofá, nervioso, dando pequeños tragos y haciendo tintinear los hielos.
Aparece por la puerta en ropa interior. No es un conjunto sexy, sino un sujetador negro de diario y unas bragas rayadas de colores. A mí me basta.
- ¿Has terminado? –me dice.
Miro mi gin tonic apenas empezado y ya no me preocupa parecer ansioso.
- Claro.
Voy hasta ella y nos comenzamos a besar. Primero suave y después con furia. Ella mueve su lengua alrededor de la mía y comprendo que su elección de hablar poco no se debe a impedimento alguno. Sus manos me quitan la camisa y los pantalones y nos dirigimos al dormitorio.
El primer polvo con alguien casi nunca es bueno. Nos mostramos demasiado tímidos y faltos de confianza. Sólo esperas hacerlo suficientemente bien como para que te dejen repetir y demostrar más pericia. Mi polvo con ella no es ni bueno ni malo. Creo que es satisfactorio para ambos pero algo me hace dudar, y es que un par de minutos después de acabar ella empieza a llorar. Al principio un poco, después con gemidos más prolongados. La abrazo y trato de consolarla, pero ella se me sacude de encima.
- Deja –me dice- . Esto no va contigo.
- Sí, pero yo estoy aquí, y eso significa algo.
- Puede que para ti –contesta ella.
Paso un tiempo cortés pensando qué hacer, si quedarme a dormir, esperar un rato o recoger mi ropa desperdigada por el suelo y marcharme. Opto por lo segundo. Me parece lo más educado. También lo más incómodo. Al final ella se gira.
- Perdona.
- No pasa nada.
- Puedes quedarte a dormir, si quieres.
- ¿Quieres que me quede?
Ella lo piensa un momento. Apuesto a que nunca le habían hecho esa pregunta. Al final se decide.
- Sí, quiero.
- Pues me quedo –contesto yo.
Entonces ella hace algo que me sorprende. Apoya la cabeza en mi pecho y me abraza, tan fuerte que parece que nunca me va a dejar marchar.
- No me has dicho como te llamas –le digo suave al oído.
- No es importante.
- Puede que para mí sí lo sea.
- No cambiaría nada que me llamara Cristina o Gema.
- Sí, porque si supiera tu nombre te podría decir: Me gusta tu casa, y ahí añadiría el nombre.
- El alquilada.
- Aún así me gusta.
- Me la alquila una amiga que está pasando un año en Suiza. Ni siquiera los muebles son míos.
- Mejor así –contesto-. Menos decisiones que tomar.
- Sí –dice ella-, menos decisiones.
Si hablamos algo más antes de quedarnos dormidos, no es lo suficientemente importante para que lo recuerde. Cuando me levanto a la mañana siguiente, Cristina o Gema ya no está. Voy hasta el salón recolectando mi ropa. El gin tonic sigue en la mesa. Los hielos se han derretido.
Cojo un papel de la estantería y le escribo una nota.
Querida Cristina o Gema:
Gracias por el gin tonic y todo lo demás. Te dejo mi teléfono por lo que pueda pasar, si quieres que pase.
Javier.
Sujeto la nota con el gin tonic y me marcho.
Dos días después suena el teléfono.
- Soy yo –dice una voz. Y aunque no sé su nombre, no necesito preguntar quién es yo.
- Hola.
- ¿Quieres tomar un café esta tarde?
- Creía que no te gustaba hablar.
- Y no me gusta hablar. Me gusta el café.
Quedamos esa tarde en una cafetería cercana a su casa. Entro y paseo la vista por las mesas hasta que me cruzo con su mirada. No me ha hecho un gesto para que la localice, se ha quedado observándome desde que he entrado. Me acerco hasta ella.
- Gracias por venir –me dice.
- De nada.
Viene el camarero y yo pido un café con un chorrito de whisky. Siento que lo voy a necesitar. Ella da sorbos a su café. Parecemos una de esas parejas que han pasado tanto tiempo juntas que ya no necesitan hablar, pero nosotros no somos pareja y apenas hemos pasado tiempo juntos.
Me siento extraño allí con ella, pero no incómodo, y eso es una novedad para mí.
- Gema –dice ella de pronto.
- ¿Ese es tu nombre?
- Sí.
- ¿Y Cristina?
- Cristina es mi hermana.
Continua bebiendo su café a pequeños sorbos y no añade nada más. Yo la miro un momento divertido antes de hablar. Le digo:
- No me lo vas a poner fácil, ¿eh?
- No sé cómo hacerlo –contesta. Y creo que lo dice de veras.
- Me alegro de que no seas Cristina.
- ¿Por qué?
- Mi ex se llamaba Cristina. Se llama.
- ¿Yeso es importante?
- Claro que sí. No sabría qué nombre ponerte de contacto en el móvil.
Ella sonríe. Con la boca esta vez.
- Creía que te alegrabas de que no fuera mi hermana.
- No puedo saberlo, no conozco a tu hermana.
- No te gustaría.
- ¿Por qué? ¿Habla demasiado?
- Entre otras cosas.
Así pasamos la tarde, hablando de nada. Y en esas horas descubro la diferencia entre no hablar y hablar de nada, y me siento raro y cómodo y pienso que es una buena sensación para tratar de conservar.
Por la noche nos acostamos de nuevo y tengo la oportunidad de demostrar más pericia. Ella viste esta vez ropa interior de encaje negro y eso me hace sentirme especial y deseado. Me apresuro a quitársela.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, ella permanece tumbada a mi lado. La miro dormir y me pregunto cómo alguien puede dormir de una forma tan serena. Duerme encogida como deben dormir los pajaritos en sus nidos. Cuando abre los ojos me dice “buenos días” y creo que de verdad van a serlo.
Desayunamos juntos y después me tengo que ir al trabajo. Paso el día pensando en lo que sé de Gema y en todo lo que aún no sé de ella.
Ella no me llama en los días siguientes y yo me digo que no voy a llamarla. Pienso en sus pocas palabras y todas sus peculiaridades y me pregunto si quiero alguien así a mi lado, pero a los cuatro días me descubro marcando su número.
- ¿Sí?
No sé si sabe quién soy.
- Hola, soy Javier.
- Lo sé, Javier –se ríe.
- Bueno, pues ya somos dos –contesto.
No está libre esa tarde pero quedamos para ir al cine al día siguiente. Creo que es la mejor opción para una mujer que no habla mucho. Vamos a ver una película francesa subtitulada aunque yo no soy aficionado a la lectura. Durante la proyección ella entrelaza sus dedos con los míos y apoya la cabeza en mi hombro. Yo, que durante toda mi vida he demandado mujeres de buena conversación, me doy cuenta ahora de que lo más importante es cómo te sientes al lado de esas mujeres.
Esa noche vamos a mi casa y nos volvemos a acostar. Tras acabar ella se va a ir pero yo le pido que se quede a dormir. Entonces me doy cuenta de que es la primera vez que le pido a una chica que se quede a dormir en vez de rogarle en mi interior que se marche de una vez.
Ella me dice que le gustaría, pero que no puede. No me da ninguna razón más y yo no se la pido, pero me siento un tanto triste cuando ella me da un beso tierno en los labios y se marcha de mi casa.
Pasamos los siguientes meses viéndonos de forma entrecortada. Cada par de semanas, aunque nos hemos prometido no hacerlo (lo hemos llegado incluso a hablar abiertamente), uno de nosotros, a veces ella y a veces yo, coge el teléfono y llama al otro. No entiendo bien por qué, pero es así. En honor a la verdad he de decir que el sexo no es el más placentero que el que he tenido con otras parejas, ni nuestras conversaciones y cariños merecen estar en los libros de historia, pero he de admitir, y admito, que al estar junto a ella siento una serenidad que no había sentido antes con nadie, la sensación de que puedo ser yo mismo con mis triunfos y mis derrotas, y que ella no me va a juzgar. Como mucho dejamos pasar un par de semanas sin vernos, hasta que la acucia de nuevo la necesidad de estar conmigo.
A veces, muchas, me irrita sobremanera. Muchos de los asuntos de pareja que se pueden resolver de forma serena y sencilla con una charla con ella me cuesta una montaña de esfuerzo hacerlas avanzar. Algo tan trivial como la compra de la semana o un regalo para un cumpleaños. Si ella se ha levantado con el día torcido, y tiene muchos días de esos, sé que no nos podremos poner de acuerdo ni siquiera en la elección de una película para ver en casa tapados con una manta. Entonces, ¿por qué siempre quiero volver con ella de nuevo? ¿Por qué no puedo pasar sin todas sus manías?
Recuerdo esa conversación que tuvimos en la cafetería el segundo día que nos vimos cuando ella me dijo que no sabía poner las cosas fáciles. Ahora, unos meses después, comprendo que era cierto, que de verdad desconoce la manera de hacer las cosas de forma sencilla, de dejarse llevar y ver qué pasa. He intentado mostrárselo, pero no se deja. Cree que es algo que debe aprender por ella misma o entonces no tendría valor, como sonreír no estando alegre. No se bien cómo decirle que sonreír cuando estás triste es precisamente lo que más valor requiere. Pero no puedo usar esas palabras con ella porque en el fondo continuamos sin hablar demasiado.
A veces paso algunos días seguidos en su casa, pero son una excepción. Al principio todo parece ir bien pero tras tres o cuatro días empiezo a notar cómo se incomoda y comienza a quejarse de todos los pequeños detalles, y de mí. Entonces empaco mis escasas ropas y vuelvo a la soledad de mi casa, a esperar su llamada un par de días después diciéndome que siente sola. Y aunque he prometido mil veces no hacerlo, accedo a verla otra vez.
Vamos al cine y ella entrelaza sus dedos con los míos y apoya la cabeza en mi hombro y todo parece estar tan bien como puede estar mientras miramos la pantalla y dejamos que otros digan nuestras líneas. Y es que en realidad, aunque nos vamos acercando ya al año de relación o lo que sea esto, continúo sin saber demasiado acerca de ella.
Conozco a su hermana Cristina. Es verdad, habla demasiado, pero quizá es porque yo ya me he acostumbrado a las conversaciones escuetas. Nos caemos bien. Me dice que ve bien a su hermana conmigo y yo pienso entonces que no sé bien si ella está conmigo o junto a mí. Me da su teléfono que yo apunto en mi agenda del móvil bajo el nombre “Cristina Hermana” para que no coincida con el de mi exnovia, que no borro aunque hace ya más de un año que no marco su número. Conozco también a algunos de sus amigos y ella a los míos, y aunque una vez llegamos a juntarnos todos en mi fiesta de cumpleaños, continuamos buscando entre los dos esa soledad en la que habíamos aprendido a sentirnos cómodos con nuestras pocas palabras.
Para festejar el primer aniversario de aquella noche en la que me acerqué a ella en la barra de un bar compro dos pasajes de fin de semana en un buen Hotel de París con vistas a la torre Eiffel. Y aunque aquello deja tiritando mi cuenta bancaria no me importa. Pero Gema se niega a ir.
Dice que necesita planear algo así, que ella no puede hacer esas cosas sin pensar, que no está preparada para ese tipo de aventura. Y yo entonces me culpo por no haber sido capaz de prever un acontecimiento lógico y esperado dados los precedentes. Me marcho de su casa dando un portazo, furioso con ella y conmigo y le regalo todo a mi hermano, el cual decide aprovecharlo con una follamiga. Mi hermano siempre ha sido el más inteligente de los dos.
Esa misma noche aparece Gema en mi apartamento hecha un mar de lágrimas y me pide perdón mil veces y me dice que todo es culpa suya, que no merece estar con alguien tan bueno como yo. Me echa los brazos al cuello y pasamos el fin de semana follando como animales, follando como se folla con alguien que no te importa, follando como mi hermano pero en mi pequeño apartamento de dos dormitorios en el extrarradio en vez de en un hotel de lujo mirando la torre Eiffel.
A su vuelta mi hermano me dice que les robaron la cartera en el metro de París. Que se joda.
Un poco después la amiga, esa que trabajaba en Suiza por un año y que le alquilaba la casa, vuelve a la ciudad, así que Gema se ve obligada a abandonar el piso. Yo me descubro a mí mismo una vez más ofreciéndole (rogándole quizá sería más indicado) venirse a vivir conmigo. Yo, que he pasado años evitando sacar el tema delante de mis exnovias. Y ella, esperadamente esta vez, lo rechaza. Trato de hacerle ver todas las ventajas, tanto sentimentales como económicas. Y en la explicación de esas ventajas trato de convencerme también a mí mismo porque en mi interior pienso que el vivir juntos puede ser el principio del fin. Pero eso está bien, porque si tiene un fin significa que empezó, algo de lo que aún hoy no llego a estar muy seguro.
Ella esquiva todas mis razones y acaba trasladándose a un piso compartido con otras dos chicas a las que no conocía de nada y yo de verdad que no entiendo y pienso, otra vez, sí, otra vez, si no debería cortar con ella y buscarme a alguien más normal. Pero llevo toda la vida intentándolo con chicas normales y ninguna relación me ha funcionado, quizá porque yo soy una persona de subidas y bajadas en un mundo donde todos buscan un terreno llano y son obstáculos. Y no entiendo a Gema como creo que no llegado a entender a nadie en mi vida, ni siquiera a mí.
En mi siguiente cumpleaños me sorprende viniéndose hacia mí y diciéndome:
- Te quiero.
- ¿Estás segura? –contesto.
- Tanto como puedo estarlo.
- No suena demasiado alentador.
- Es lo máximo que le he dado nunca a nadie.
Y entonces me vuelvo a acordar de la cafetería y de que no sabe ponerlo fácil, empezando por ella. La abrazo y la beso y le digo “te quiero” cuando en realidad lo que suena dentro de mi cabeza es “te necesito”. Y también es lo máximo que le he dado nunca a nadie.
Pasan muchas más noches con más fiestas y salidas de amigos y dormimos en mi gran dormitorio y en la pequeña cama de su pequeña habitación. Y tardo en darme cuenta de que los días de lluvia ya no son días para quedarse en casa a ver una película y hacer el amor. Ahora son sólo días en que el agua cae del cielo y hay que buscar un sitio para refugiarse en algún sitio, si puedes con otra persona. Ya no la miro dormir acurrucada, tan pequeña y desvalida como un pajarito en su nido, y hace tiempo que he dejado de comprobar qué ropa interior se ha puesto para mí. Me esfuerzo en seguir sonriendo porque creo que es lo que debo hacer, aunque ya no le encuentro gracia a casi nada.
Ella me pregunta si estoy triste.
- No –miento-. ¿Y tú?
Y tras un momento para pensar y un suspiro, responde:
- No.
Y en ese silencio y en ese suspiro están las respuestas a todas las preguntas que nunca he tenido el valor de hacer.
Llegamos a otro aniversario de aquella noche en el bar y voy a buscarla a su piso compartido, pero no está ahí. Encuentro su cuarto vacío y sus armarios llenos de perchas desnudas y una nota, casi un postit, abandonada en la mesilla de noche y sujeta por un vaso vacío. A través del fondo puede ver lo que ha escrito:
Lo siento
Nunca fue una mujer de muchas palabras.
Dejo pasar un par de semanas preguntándome si me ha hecho una putada o un favor, si ha sido ella, siempre tan pequeña y tan callada, la que ha sido capaz de reunir el valor para tomar la mejor decisión por los dos.
Marco su número, pero está desconectado. Marco el de su hermana Cristina y se oye una voz al teléfono tan parecida a la de Gema que se me hace doloroso cumplir con mi parte al otro lado del auricular.
- Soy yo, Cristina. Soy Javier.
- Se ha ido, Javier.
- ¿A dónde?
- Liverpool.
- ¿Liverpool? –pregunto estupefacto-. ¿Qué hace allí?
- Una amiga le ha buscado un puesto en una atracción de camas elásticas. Están compartiendo piso.
- Ya... –dejo esperar un segundo y lo suelto-. ¿Cómo está?
- No lo sé –admite Cristina-. Sabes que con Gema siempre es difícil.
- Sí, lo sé.
Cuelgo y paso los siguientes meses vagando perdido por mi piso solitario, yendo al trabajo donde debo ir y a algunas fiestas donde no deseo estar. Como, duermo, respiro y trato de no pensar en ella. Pero no es fácil. Es jodidamente difícil.
Esas Navidades encuentro una postal suya en mi buzón felicitándome las fiestas como si las hubiera ganado yo. Me dice que espera que esté bien. Paso tres semanas con la postal en el bolsillo de la chaqueta. Redacto borradores de la carta con frases de apertura ingeniosas. Al final, en una noche de insomnio, cojo unan postal y escribo:
Ni siquiera sé por qué llorabas aquella primera noche.
Y con las zapatillas de andar por casa y un abrigo sobre el pijama la echo al buzón y duermo del tirón por primera vez en mucho tiempo.
Dos semanas después recibo otra postal con sólo dos palabras:
De alegría.
Entonces sé que todo ha acabado. Me concedo una noche de tregua y me emborracho solo en casa. Me acuerdo de ella y miro las pocas fotos que nos hicimos juntos en los pocos viajes que hicimos juntos.
A la mañana siguiente me ducho, me afeito, voy al trabajo y continúo con mi vida.
Paso algún tiempo solo y en algún momento de los siguientes meses alguien me presenta a otro alguien y conectamos. Pasamos la noche hablando la cocina de una fiesta y nos damos los teléfonos para quedar otro día. Cuando me quiero dar cuenta todo ha vuelto a comenzar y estoy de nuevo en la casilla de salida sin estar muy seguro de querer volver a jugar otra partida.
La cosa parece funcionar y hacemos un mes, seis meses y un año. Y después dos años. Vamos a fiestas, al cine, a paradores y a casas rurales y nos acostamos y hablamos por los codos y reímos y ninguna postal llega a la siguiente Navidad ni a la otra.
Una noche vamos a un bar a tomar la última con mis amigos, que ahora son también los suyos y veo a Gema acodada en la barra de un bar, igual que aquella noche. Está con un chico alto y de buen ver y los dos hablan animadamente, tanto que me los quedo mirando para asegurarme de que es ella. Nuestras miradas se cruzan y tras un momento de azoro y duda nos acercamos a hablar. Ella me da dos besos tímidos y me pregunta cómo estoy y yo hago lo mismo y nos decimos que nos alegramos de vernos bien. En determinado momento yo rompo el protocolo y le pregunto cómo es con él, con ese chico alto y de buen ver que ahora nos mira acodado en la barra.
- Fácil.
Y yo no contesto. Ella me dice que debería volver con su amigo y yo le digo que también me esperan. Nos damos dos besos de despedida y creo que lo hacemos de veras.
En la mesa, ya sentados, mi chica se inclina hacia mí y me pregunta quién es ella, y yo doy un largo trago a mi gin tonic y digo:
- Una chica a la que no le gustaba hablar demasiado.
© Santiago Pajares. 28-30 Noviembre 2010.
Siempre me han gustado esas relaciones, tanto de amor y de amistad, en las que los silencios son cómodos.
ReplyDeleteBuah, pensé que iba a ser un relato erótico. ;)
ReplyDeleteNo os podeis hacer idea de cómo ese último comentario con solo dos palabras ha incrementado las visitas y la posición de este relato en las búequedas de google ;-)
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