Monday, August 01, 2011

Love Hotel

Yutaro salió de la estación de metro de Shibuya hasta la calle. Pasó por delante de la estatua de Hachiko , el fiel perro que pasó quince años esperando el regreso de su amo ya fallecido, y allí miró a los jóvenes que llenarían los bares de la zona, chicos y chicas en vaqueros, de pelo cardado y zapatillas brillantes. Sonreían y hablaban por teléfono, parecían felices. Yutaro, en cambio, caminaba arrastrando los pies y mantenía la mirada baja mientras se secaba del rostro con una toalla el calor húmedo del verano. Vestido con un fino pantalón de tela negra y una camisa blanca, caminaba hacia su trabajo como conserje en uno de los Love Hotels de las empinadas calles de la zona de Shibuya.

En estos hoteles por horas los jóvenes que se habían conocido en los bares desataban su pasión por sólo mil cien yenes las hora. Tras abonar la tasa en una máquina expendedora recogían las llaves que les darían acceso a ese paraíso secreto. Allí disponían de todo lo necesario para poder amarse con furia juntando en unos pocos minutos la pasión de toda una vida. Nadie les preguntaba. Nadie les miraba. Nadie les cuestionaba.

Sólo existía una regla, una regla que Yutaro debía vigilar: Sólo podían subir dos personas. No más, y desde luego, no menos.

Nadie pensó cuando empezaron a proliferar este tipo de hoteles que la gente empezaría a acudir allí para acabar con su vida en vez de disfrutarla, pero así fue. Hombres y mujeres más allá de las pasiones cerraban la puerta de esos cuartos de amor y vida para no volverlas a abrir. Yutaro, con su pelo ralo, sus gafas redondas y sus dientes desparejos debía controlar por la cámara de seguridad que fueran dos personas, no más y no menos, los que entraran en las habitaciones. Precisamente él, que tan poco había conocido de las parejas y sus pasiones. Su escaso se sumaba a su infrecuente dando por resultado un balance apenas positivo. En las largas y solitarias noches debía oír las risas de los amantes al entrar, intuir sus gemidos en el transcurso y deleitarse con sus conversaciones serenas y plácidas mientras devolvían las llaves al casillero. Mientras, escuchaba la radio en un pequeño transmisor portátil y leía toneladas de gruesos mangas, masticando al tiempo bolas de arroz envueltas en nori y rellenas de carne y especias.

Aquella era una noche tranquila. Nadie había subido aun la adoquinada colina que llevaba hasta la puerta del Love Hotel Silk. Pero todavía era pronto. Yutaro imaginaba a los chicos y chicas bebiendo cerveza, haciendo bromas sobre su pelo y su forma de vestir. Se imaginaba a sí mismo en aquellos bares riendo y bailando y no en esa incómoda salita mirando por la cámara de seguridad.

Ahí estaban los primeros de la noche. Una pareja de mediana edad, serios, acostumbrados a la rutina de los Love Hotel. Quizá casados con otras personas y necesitados de buscar afectos en esos encuentros pactados. Con su bolsa de ropa en la mano recogieron la llave y desaparecieron al final del pasillo como tantos otros cada noche. Yutaro bajó la mirada a su manga y continuó leyendo hasta acabar el tomo. Dormitó a ratos, aunque sus jefes le habrían amonestado de haberlo sabido. Fantaseó con la idea de lleva allí a una chica, recoger las llaves, sonreír a la cámara de seguridad y perderse él también al final del pasillo para dar rienda suelta a sus pasiones reservadas por tanto tiempo. Con una chica de pelo corto, sonrisa tímida, piel blanca y rodillas ligeramente huesudas, prominentes. Unas rodillas que él besaría, para empezar. Y continuaría hollando, buscando lugares secretos como deseos compartidos en susurros, como hojas cayendo en el otoño venidero, una tras otra, tras otra, hasta quedar el árbol desnudo y sereno.

Mientras otras parejas fueron entrando y saliendo, Yutaro comió dos bolas de arroz y bebió media botella de té tibio sin vaso. Bostezó y deseó que llegara pronto la mañana, cuando entrara el equipo de limpieza y él pudiera desandar la colina con las primeras luces, mezclando sus triste silueta con aquellos que volvían a casa tras la fiesta y los primeros trabajadores rumbo a sus oficinas.

A la hora convenida metió los tomos de manga en su cartera y tiró a la papelera la botella de té ya vacía. Se calzó los zapatos y se dispuso a salir cuando se dio cuenta de que una de las parejas aun no había salido. A veces ocurría. Algunos ignoraban los avisos de tiempo agotado y permanecían en sus habitaciones ajenos a todo, ahítos de piel. Se puso la chaqueta reglamentaria y se dirigió a la puerta de la habitación tres, la primera ocupada de la noche por aquella pareja seria de mediana edad. Llamó tímido con los nudillos y no recibió respuesta. Golpeó más fuerte con idéntico resultado. Sacó el manojo de llaves de su bolsillo y se dispuso a entrar. Con un sonido metálico y seco la puerta cedió y los ojos de Yuturo dejaron de parpadear detrás de sus gafas redondas. La pareja permanecía suspendida en el aire, sus cuellos atados cada uno a un extremo de la soga que equilibraba sus pesos con un último nudo. En sus rostros amoratados Yoturo podía intuir, quizá imaginar, un rescoldo de sonrisa. Mejor morir sonriendo. Bajó la vista y vio sus dedos entrelazados. Sin voz, dijo para sí que era lo más hermoso que había visto nunca.

Limpiándose las lágrimas por esos chicos que no conoció y ya nunca podría conocer, descolgó el teléfono y llamó a la policía.


© “Love hotel”. Santiago Pajares. 11 de Julio de 2011. Tokio.

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