Tengo el turno de noche porque nadie más lo quiere. Ningún
otro quiere pasar aquí ocho horas, solo, encerrado en la garita de esta
gasolinera. Pero a mí me gusta. La gente viene, echa gasolina, paga y se va. A
veces me piden algo de comida o bebida, y yo se lo paso por el hueco de la
ventanilla. Es sencillo. Es como ver la vida pasar delante de un televisor
transparente. No les tocas. No les hueles. No pueden hacerte daño. Ellos están
fuera y tú estás dentro, y así cada cosa está clara y en su sitio.
Cuando el sol sale viene un compañero y me
reemplaza. Hacemos caja y dejamos los estantes en orden. Me suele decir cosas
como:
<< Oye, no tienes por qué hacer este
turno>>
O: << La gente que trabaja de noche
vive menos. Hay estudios.>>
O: << Joder, si esto no acaba contigo,
nada lo hará.>>
Yo siempre sonrío y le tiendo las llaves. Me
fijo en su cara mal afeitada. Y sus ojeras. Cuando tú acabas, siempre hay otro
que empieza. Entonces me voy a casa, desayuno y me acuesto. Y sé que todos esos
coches que han puesto gasolina durante mi turno recorren las carreteras
soltando humo. Ahí suelo dormirme.
Ya dos años así, hasta esta noche. Son las
dos y media de la mañana y mi turno ha empezado a las diez. He hecho la misma
rutina de siempre: Llaves, uniforme, depósitos , hielo, estantes, teléfonos...
como respirar. Inspirar, expirar y repetir. Miro las revistas y veo la tele.
Han entrado nueve coches a repostar, los últimos rezagados del mundo laboral
camino a sus casas. Sé que hasta las cinco habrá poco a ningún tráfico, pero me
gusta que sea así.
Entonces lo escucho llegar, desde lejos. Es
un motor potente, de coche deportivo. Cuando aparca en un surtidor lo
reconozco: Es un Corvette. Lo sé por las revistas de coches que vendemos. Es
amarillo y de él sale una chica y da un portazo. Lleva un vestido de fiesta. Es alta y muy guapa, con el
pelo largo y tacones, como supongo que debe ser una chica que salga de un
Corvette amarillo. Por el otro lado sale un hombre con traje. No tan guapo,
pero con pinta de bruto, como supongo que debe ser aquel que conduzca un
Corvette amarillo. Para que no se note que los estoy mirando ladeo la cabeza y
me fijo en la pantalla de la cámara de seguridad. Allí el coche no es amarillo,
sino gris ceniza, como supongo que se debe ver mi vida desde un coche así.
Se gritan uno al otro y caminan en círculos
alrededor del coche y el surtidor, pero no echan gasolina. Ella no lleva abrigo
y la chaqueta de él parece muy fina. Es una noche fría, pero nadie piensa en la
temperatura ambiental cuando discute. Hay estudios.
Tras algunos minutos, él se monta en el
coche y se larga. Las ruedas chirrían sobre el cemento de la gasolinera
mientras ella agita los brazos y le insulta en la noche fría. Entonces ella se
da la vuelta, pensando qué hacer, ve la garita y a mí detrás del cristal. Se
acerca.
-
Hola.
-
Hola –contesto yo a
través del cristal.
-
Se ha ido.
-
Sí.
-
Mi bolso estaba en el
asiento.
-
Ya.
-
Allí tengo todo.
-
Sí.
Se me queda mirando, y yo no sé bien qué
hacer más que mirarla.
-
¿Puedes abrirme?
-
No puedo.
-
Oye, hace frío aquí.
-
Es que no nos dejan
abrir la garita entre las diez y las seis.
-
Oye, te entiendo,
pero de verdad, me estoy muriendo de frío aquí fuera. ¿Sabes qué temperatura
hace?
Lo sé perfectamente. Tenemos una pequeña
estación meteorológica en la gasolinera. Hace siete grados. Pero en vez de eso,
digo:
-
No.
-
Pues mucho frío,
joder. Ábreme, por favor.
Se me queda mirando fija, con unos enormes
ojos llenos de rimel corrido. Entonces pienso en qué opinaría mi jefe si dejara
morir de frío a alguien en la gasolinera. Imagino su escultural cuerpo tendido
en el suelo, con las puntas de los dedos y los labios azules. Su vestido quizá
un poco subido tras la caída al suelo, las carreras de sus medias. Abro la
puerta de la garita con la llave y vuelvo a cerrar. Ella se frota los brazos.
-
Gracias. Supongo que
no doy el perfil de típica atracadora, ¿no?
No sé cual es el perfil típico de un
atracador. Nunca me han atracado. Pero en vez de eso, digo:
-
No, no lo das.
Le traigo del almacén una chaqueta polar con
los colores y el logo de la gasolinera. No pega para nada con su vestido de
fiesta, pero a ella no parece importarle. Se gira para que yo le ayude a
ponérselo, como si fuera su ayuda de cámara. A mí nadie me ayuda nunca a
ponerme mis chaquetas, pero claro, yo tampoco viajo en un Corvette amarillo.
-
Gracias –me dice. Y
me sonríe-. Siento que te hayas tenido que saltar las normas.
-
No pasa nada –digo
yo-. A veces pasa.
Pero no pasa a veces. No pasa nunca.
-
¿Quieres un café?
Ella vuelve a sonreír y yo entonces lo
entiendo. Entiendo todos los pasos que esa sonrisa da desde un café hasta un
deportivo amarillo conducido por un bruto.
-
No es muy bueno –le
advierto.
-
Estará bien.
-
¿Quieres azúcar?
-
No, gracias. –Y
añade.- No tomo azúcar.
-
¿Te gusta amargo?
-
No –dice ella-. Es
sólo que no tomo azúcar.
-
¿Quieres llamar a
alguien?
-
No. No tengo a nadie
a quien llamar a estas horas.
Lo dice del tirón, como si lo tuviera
ensayado. Por un instante pienso que es lo más triste que he oído en mi vida.
-
¿Y qué vas a hacer,
entonces?
-
Esperaré. Volverá.
-
¿Lo crees?
-
Claro. Siempre
vuelven.
-
¿Te ha hecho esto
mismo ya alguna vez?
-
No, no así. Pero es
un tío, ya sabes.
Qué voy a saber yo.
-
Claro, ya sé. Tíos
–respondo.
Bebe de su café amargo en silencio, y yo por
un momento, quizá por empatía, me arrepiento de haberle echado azúcar al mío.
-
¿Sabes? Quizá tendría
que hacer lo que tú.
No sé si se refiere al azúcar. No se a qué
se refiere. Se lo digo.
-
A buscarme un trabajo
como tú y vivir como el resto de la gente normal.
Creo que es la primera vez en mi vida que
alguien se refiere a mí dentro de la categoría de normal, así que asiento.
-
Lo malo es que no sé
hacer muchas cosas. Soy guapa, pero no sé hacer casi de nada.
-
Todos sabemos hacer
algo.
-
Sí, pero no algo
útil. No algo por lo que te paguen. Nadie te paga por no hacer nada.
-
Claro. Hay que hacer
algo.
-
A eso es a lo que me
refiero. Cuando eres guapa nadie espera que sepas hacer nada, y llega un
momento en que tú misma piensas que está bien así, que es como debe de ser.
Y bebe de su café de nuevo. Da el último sorbo
y lo deja sobre la mesa. Y sonríe. Una sonrisa que hace resplandecer los
fluorescentes de la garita.
-
Sabes sonreír –digo.
-
Todos sabemos
sonreír. Sólo hay que buscar razones.
-
¿Y qué razón tenías
ahora? –pregunto.
-
Tú –contesta.
-
¿Yo?
-
Sí. Me gusta estar aquí
contigo, esperando. Tomando café.
-
¿Por qué?
-
Porque eres el primer
tío en mucho tiempo que siento que no quiere nada de mí.
-
Sí.
-
¿Ves? Sí. Solo sí.
Todos los tíos que quieren algo de ti tienen el piquito de oro. O un cochazo. O
ambas cosas. Me llamo Elena, por cierto. ¿Y tú?
-
Carlos. Yo me llamo
Carlos.
-
Encantada, Carlos.
Y me tiende la mano, solemne. Yo se la
aprieto, y está seca y suave. Quizá la mantengo demasiado tiempo en la mía,
porque ella ser ríe.
-
Eres gracioso,
Carlos. ¿Sabes? En cierta forma prefiero que Richard no vuelva.
-
¿Quién es Richard?
-
El idiota del coche.
-
Ah. ¿Cómo volverías a
casa, entonces?
Ella levanta los hombros.
-
Siempre hay alguna
forma de volver. En mucho peores me he visto, y aquí estoy, ¿no?
-
Sí. Estás aquí.
-
Bueno, ¿y qué haces
aquí por las noches? ¿Cómo te entretienes? ¿O es que abandonan a una chica cada
noche?
-
No hago nada. Me
limito a estar.
-
¿Sólo eso, estar?
-
Sí, bueno... leo
revistas. Pienso.
-
Vaya, debes tener una
vida interior increíble.
-
No, no diría eso. Uno
se acostumbra.
-
Eso es lo malo,
Carlos. Uno se acostumbra a todo. Y entonces, cuando estás acostumbrado, estás
perdido.
Me gusta como habla, porque yo no hablo así.
No conozco a nadie que hablé así, pero claro, tampoco conozco a nadie al que le
hayan abandonado en una gasolinera. Supongo que cuando te pasan a menudo este
tipo de cosas, te acostumbras a hablar así.
-
Oye, ¿hay algo de
beber? Alcohol, me refiero. Cualquier cosa me vale.
-
No. Bueno, sí. Pero
no es mío. Es de la gasolinera.
-
Ya, claro.
-
Podemos comer algo,
si quieres.
-
¿No es también de la
gasolinera?
-
Sí, pero lo controlan
menos.
-
Tiene sentido. Pero
no, gracias.
-
¿Has cenado?
-
No. Pero es igual. No
suelo cenar.
No toma azúcar. No suele cenar. Pero sí
suele beber.
-
¿Ibas a beber con el
estómago vacío?
-
Es la mejor manera de
hacerlo. Cuando lo haces, esperas un momento, te levantas muy rápido y
entonces...
-
¿Entonces?
-
Es como si el mundo
fuera nuevo otra vez. Como verlo de nuevo de recién nacido.
-
¿Mareado?
-
Claro. Imagina por lo
que acaba de pasar un recién nacido. Salir de aquel sitio caliente y seguro
donde has estado tanto tiempo de pronto al mundo, frío y lleno de luz e
incertidumbre. ¿No crees que salimos de allí mareados?
-
No lo sé. No me
acuerdo.
Y entonces ella comienza a reír y se apoya
en mi hombro, y sus dedos rozan mi nuca. Y siento un escalofrío como si
estuviera bebiendo con el estómago vacío. Y me gusta. Me gusta mucho.
-
¿Te meterás en
problemas por haberme abierto por la noche?
-
No creo.
No le cuento lo de que peor sería dejarla
morir fuera con el frío y lo de su cuerpo azulado tendido en el suelo.
-
Eres un caballero,
Carlos. Un auténtico caballero.
-
No quiero ser un
caballero.
Ella se aparta y me mira. Quizá lo he dicho
un poco alto, un poco enérgico.
-
¿Por?
-
Ser un caballero
nunca me ha traído nada bueno.
-
¿Y qué quieres ser,
entonces?
-
No lo sé. Ese es el
problema. Pero no un caballero.
-
No creo que no
saberlo sea un problema.
-
¿Por qué lo crees?
-
En el momento en que
la gente te enmarca en algún tipo de persona, comienzan a tratarte de una forma
predeterminada.
-
¿Cómo lo de la chica
guapa?
-
Exacto, Carlos.
Exacto. Exactamente así. Y es por eso que yo prometo no tratarte como un
caballero. Tienes mi palabra.
Y pienso en su palabra como una piedra
preciosa que pudiera guardar en mi bolsillo y tocarla cuando me sintiera
nervioso. Pero sé que las cosas no funcionan así. Que cuando alguien te da su
palabra aún le quedan muchas más.
-
Gracias, pero no creo
que sirva para mucho.
-
Las mejores cosas de
esta vida no sirven para nada. –dice ella.
Y creo que es verdad.
-
¿Sabes? –digo yo-.
Creo que yo también prefiero que Richard no vuelva.
-
¿Quién?
-
Richard, el del
coche...
-
Ya lo sé, tonto. Te
tomaba el pelo.
Y entonces toma mi pelo con una de sus
suaves manos y me atrae hacia ella, y me besa. Un beso largo, tierno, con la
punta de su lengua acariciándome los labios y rozándome los dientes y la punta
de mi lengua. Y yo entonces pienso en Richard en su estúpido Corvette amarillo
y su estupidez al marcharse sin ella. Dejándomela a mí.
Ella termina y se me queda mirando con sus
enormes y preciosos ojos de rimel corrido y su pelo despeinado como después de
una noche de fiesta. Y me sonríe otra vez y yo a mi vez la sonrío. Y ella tira
de mi mano hacia el almacén y me dice:
-
Ven, Carlos. Ven.
Y yo voy con ella. Y allí, tumbados sobre
las cajas de suministros llenas de bollos y regalos por puntos, nos acostamos.
Ella me quita la ropa y me besa el cuello, y después continuamos, siempre de
sus manos, guiando mi camino hasta ella. Y durante mucho rato yo no sé qué hora
es y no me importa, porque estoy tumbado con ella, encima de ella, en ella. Y
no pienso en los coches que puedan venir a repostar ni en el estado de los
expositores o en si tenemos hielo suficiente en el congelador. No pienso en
nada. Por primera vez en mucho tiempo no pienso en nada y me dejo llevar
sabiendo que ese es el camino, aunque no sepa a donde. Y ella termina su camino
y yo el mío y no siento que no hallamos llegado a ningún sitio, sino que
estamos donde debíamos estar. Y ella sonríe. Y yo, con ella.
Volvemos a la garita ajustándonos la ropa,
yo abrochando botones y ella colocándose el vestido de fiesta con ahora las
medias llenas de carreras. Y tenemos el tiempo justo para ver a Richard
acercarse a la ventanilla. Veo a Elena sentarse en un taburete y mirarle con el
ceño fruncido.
Entonces comienzan a hablar, a ratos a
gritarse, a través de la ventanilla. Elena dice que no va a abrirle, que está
prohibido hasta la seis. Y sabe el frío que hace, porque ha estado allí antes.
Y yo pienso que no le está tratando como un caballero, seguro, pero no quiero
que me trate a mí así, que me grite a través de un cristal. Cuando terminan de
gritarse Richard vuelve al coche y enciende el motor. Supongo que para poner la
calefacción.
Elena se vuelve hacia mí.
-
Tengo que irme –me
dice-. Lo siento.
-
No lo sientas –le
digo, y tengo que controlarme para que no se me quiebre la voz-. Has venido en
ese coche y supongo que es lógico que te vayas también en él.
-
Me ha gustado
conocerte, Carlos. Mucho.
-
Gracias –le digo yo.
Y es verdad-. A mi también.
-
No te voy a olvidar
nunca, ¿lo sabes?
-
Creo que sí.
No le digo que yo tampoco la voy a olvidar
nunca, porque sé que si lo hago, seguro se me quebrará la voz.
Ella se acerca y me besa otra vez. Corto.
Suave. Y frío.
Se separa.
-
Puede que las chicas
no nos vayamos nunca con los caballeros, Carlos, pero a veces conseguimos
quedarnos con ellos el tiempo suficiente para ser felices.
Y me sonríe otra vez y se queda parada al
lado de la puerta. Yo abro el candado y se la sujeto para que pueda salir. Y
ella sale y se monta en el coche. Y el coche sale de la gasolinera. La última
imagen de ella son las luces de los surtidores reflejadas en su cara tras la
ventanilla.
Supongo que su garita es todavía más pequeña
que la mía.
Espero hasta las seis y viene mi compañero.
Le abro y hacemos caja y dejamos los estantes en orden. Me dice:
-
No sé cómo puedes
estar aquí toda la noche.
-
Yo tampoco
–contesto-. Voy a pedir el cambio de turno.
-
¡Vaya! ¿Y eso?
-
No tengo vida
interior para toda la noche.
Y le dejo allí y salgo fuera. Los rayos del
sol cruzan los surtidores. Y por primera vez, siento lo que es salir recién
nacido a un nuevo mundo.
© Santiago Pajares. 9 de Mayo de 2011
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