- ¡Échale huevos, enano!
Y me empuja. Yo trato de mantener mis pies
aferrados al suelo, pero él es mucho más grande. No sólo él, todos son más
grandes.
Una línea de tierra marca el límite de a
donde puede llegar el perro del bedel atado a su cadena. Una línea arrancada al
césped por docenas de alumnos que se apostan allí y esperan a que el perro
furioso se lance contra ellos para quedar detenido a escasos centímetros,
ladrando y masticando el aire cercano a sus genitales con sus mandíbulas.
Roberto me empuja hacia esa línea pero yo
trato de resistirme. Se meten conmigo porque soy pequeño y débil, un blanco
fácil.
- ¡Vamos, no tenemos todo el día! ¡Cogedle!
Me sujetan entre dos y llaman al perro.
- ¡Eh, Fermín! ¡Eh! ¡Pedazo de mierda, ven
aquí!
El perro saca la cabeza de la caseta y viene
corriendo hacia aquí. Dando dentelladas. Sus patas levantan pequeñas briznas de
hierba mientras se acerca y por un momento lo veo a cámara lenta, cómo la
saliva chorrea de sus dientes y las orejas le cuelgan hacia atrás como una
bufanda, y pienso si la cadena metálica puede romperse, o haberse dado el
collar un poco de sí. Unos pocos centímetros, lo suficiente para que se
abalance sobre mí. Pero no. El perro, como siempre, se detiene en seco con una
violenta sacudida mientras los demás chicos ríen a carcajadas y me sueltan. Por
mis mejillas resbalan dos lágrimas de puro terror.
- ¡Eh, mirad, Miguelín está llorando!
Me seco las lágrimas, pero todos las han
visto y continúan riéndose. Yo me maldigo por haberlas dejado salir, por ser
tan débil por dentro como pequeño por fuera, pero no puedo hacer más que
sacudirme los brazos de encima y salir corriendo.
Mientras me alejo oigo al grupo de chicos
cantando, dirigidos por Roberto:
- ¡Miguelín el llorón! ¡Miguelín el llorón!
Me llamo Miguel, tengo doce años y mido un
metro y treinta y ocho centímetros, cuando la media de mi clase es uno
cincuenta y uno. Lo sé. Yo he hecho esa media. Mi padre es muy alto, mide uno
ochenta y tres, pero yo he salido a mi madre, una mujer morena de hermosos ojos
azules y uno cincuenta y tres de altura. Esos quince centímetros que nos
separan todavía le autorizan a darme un abrazo, besarme en la coronilla y
decirme que todo va a salir bien.
Pero no, nada sale bien.
Dejo de correr y hago el resto de camino hasta
casa caminando. Pienso en la cara de Roberto mientras se ríe, su estúpida cara
de mono. Es el chico más alto de la clase, mide ya uno sesenta y dos. Tiene ya
un poblado bigote que no se afeita y se mesa mientras piensa en qué cosas hacer
al resto de los alumnos. Porque no sólo está lo del perro del bedel. También
moja a alumnos con agua del retrete, esconde libros de texto y roba bocadillos
en el recreo. Le puedo imaginar ya de adulto, gritando a gente en una oficina y
haciendo sus vidas miserables como está haciendo la mía ahora. Imaginarlo no me
cuesta ningún esfuerzo.
Mamá me abre la puerta de casa y me da un
beso de bienvenida. Puedo sentir el suave olor a champú en su pelo, el resto de
fragancia en su piel suave y delicada. Me sienta en la mesa de la cocina y me
da un bocadillo de pan con mantequilla, mi preferido. Cuando ella se da la
vuelta lo abro y añado azúcar a cucharadas, porque ella no me pone. Trabaja a
media jornada en una oficina y sale corriendo para poder estar en casa cuando
yo llego. Y se pasa la tarde sentada en un taburete de la cocina tomando una
taza de té tras otra.
Tenemos muchos tipos de té: Blanco, negro,
rojo, de frutas, infusiones relajantes… uno para cada hora del día. Y a veces
pienso que quizá la vida sea eso, encontrar el té adecuado para cada momento.
Pero supongo que es un conocimiento que se adquiere con la edad, porque a mí,
por ahora, no me gusta el té.
Por supuesto no le digo nada de lo del perro
a mamá. He tenido buen cuidado de secar mis lágrimas y comprobar el estado de
mi cara en el retrovisor de un coche antes de entrar. Parecía estar bien, y es
que yo soy así, siempre parezco estar bien. Prefiero que siga pensando que todo
va bien en la escuela, que no tengo ningún problema por ser tan bajo, porque al
fin y al cabo lo he heredado de ella y podría llegar a pensar que es culpa
suya, y no lo es. Es culpa de Roberto, sólo de él.
Paso la tarde haciendo algunos deberes,
viendo un rato la tele (lo que mamá me deja) y leyendo libros de aventura y
misterio. Para mí, las tardes solo en mi casa son la felicidad. Nadie me
molesta, nadie me pide que haga nada y me deja tiempo para jugar con mis
juguetes e imaginar mis cosas. En mi casa nadie me sujeta mientras un perro
corre a atacarme.
Papá viene por la noche, vestido con su traje
gris claro y su corbata azul. Se sienta en el sofá derrengado y mamá le trae
una cerveza que él agradece con un beso. Les miro quererse y es bonito, y me
pregunto si hacerse mayor también es eso. Papá me revuelve el pelo y me
pregunta qué tal me ha ido todo, y yo le miento y le digo que bien. Se me queda
mirando y me pongo nervioso, y es que papá siempre ha parecido saber cuando
estoy mintiendo. Me pregunta que si seguro y yo repito que sí, que todo sin
problemas. Parece contentarse.
Ellos cenan más tarde, los dos solos en la
cocina. Y hablan de sus cosas: De sus trabajos, de las facturas, de los atascos
de tráfico y, por supuesto, de mí.
Ellos siempre se han preocupado por mi
escasa estatura. Recuerdo haber visto la hoja del percentil siempre encima de alguna
mesa, y las marcas de mi altura en el marco de la puerta de la cocina siempre
han estado dolorosamente unidas. Me hicieron pruebas médicas de la glándula del
crecimiento y otros test sin sacar ningún resultado claro, llegando todos los
médicos a la conclusión de que su hijo era tan sólo un niño bajo.
Porque para que haya niños altos es
necesario que haya niños bajos. La gente suele olvidar eso.
Hace un año, cuando yo tenía apenas once y
habían visto ya al último de los doctores que me verían por el tema de la
altura, papá me hizo sentar en la mesa de la cocina. Me dijo:
- Miki, tenemos que hablar.
Mi padre me llama Miki. Mi madre también.
Mis profesores Miguel. Mis compañeros Miguelín o el enano.
- Mira, eres bajo. Y aunque aún vas a crecer
más, vas a ser siempre bajo respecto a los demás. Esto no es algo malo, ya lo
sabes, mamá es baja y eso no le ha impedido hacer nada en su vida. Pero es algo
que tienes que aceptar y vivir con ello.
Papá siempre me ha hablado como a un adulto
en las cosas importantes. Nunca me ha menospreciado hablándome como a un niño,
ni siquiera cuando por mi tamaño todavía lo parezco. Pero no así otra gente.
Otra gente me sigue tratando como a alguien mucho más pequeño, pero ahora lo
sé, y he aprendido a vivir con ello.
- Me gustaría que no fuese así. Ahora vas a
cambiar de colegio, vas a entrar al bachillerato y allí los niños son muy
crueles. Te van a llamar cosas, Miki, pero debes dejarlo pasar, porque en el
fondo son niños, y los niños también son muy tontos. A tu madre también le
llamaron cosas cuando ella era pequeña.
- ¿Qué cosas, papá?
- Cosas tontas, como enana, retaca, medio
metro… lo importante es que tienes que saber que esos niños lo que quieren es
molestarte. Por eso lo hacen. Pero que si tú lo dejas pasar, si levantas los
hombros y no le das importancia, dejarán de hacerlo, porque ya no tendrá
sentido. Entonces buscarán otra cosa y te dejarán en paz, ¿de acuerdo?
- De acuerdo.
- Me gustaría estar allí contigo, Miki. Me
gustaría darles un mamporro en los morros a todos los niños que te insulten,
pero no puedo. Vas a ser bajo toda tu vida, y yo no voy a poder estar siempre
ahí. Debes aprender a defenderte tú solo. Llega el tiempo en el que te haces
mayor y debes hacerte más duro, porque crecer también es eso.
Yo le escuchaba embelesado y aterrado al
mismo tiempo.
- Llamar bajo a alguien que es bajo no es un
insulto, aunque lo digas con otras palabras, aunque lo digas de forma
despectiva. Quiero que sepas que aprovecharán que eres bajo para meterse
contigo, pero que si no, sería otra cosa. Se meterían con tu pelo, tus ojos,
tus manos, tus pies… lo que sea. Podrías ser perfecto y encontrarían algo. Pero
no lo eres, eres bajo. ¿Sabes? Conmigo se metían por ser alto, porque yo medía
casi lo que mido ahora con trece años.
Con tu madre por ser baja y conmigo por ser alto, ¿lo entiendes? Siempre
hay algo. Pero los niños pueden llegar a ser muy cabrones, y no quiero que lo
pases mal por ello. Quiero que si tienes algún problema me lo cuentes y te
prometo que juntos encontraremos una solución, ¿de acuerdo?
- De acuerdo.
- Te vas a hacer un hombre dentro de poco,
Miki. Y la vida no siempre es sencilla. En la vida no triunfan los altos o los
bajos, sino los listos. No puedes hacer nada por ser más alto, pero sí puedes
poner empeño en ser más listo.
Y me sonrió. Y tras esa charla, esa sonrisa
me decía que aunque las cosas se pusieran difíciles, todo iba a salir bien. Y
yo le creí, porque era mi padre y me quería y no me iba a contar cosas que no
fueran verdad.
Pero no todo fue como habíamos esperado papá
y yo. Al principio sí, pero después no.
El bachillerato resultó ser un mundo nuevo y
complicado. El edificio era mucho más grande, lleno de gente que iba y venía a
distintas clases siempre corriendo y cargando libros. Todo el mundo parecía
tener prisa por algo, ya fueran deberes, prácticas o chicas. Y yo, quince
centímetros por debajo de los demás, sin atisbar apenas el camino, trataba de
no chocar contra nada.
No tenía muchos amigos, pero estaba bien.
Soy hijo único y estoy acostumbrado a estar solo. Echaba de menos a mis
compañeros del colegio, desperdigados ahora por otras clases y bachilleratos.
Porque hacerse mayor también es perder gente y reemplazarla con otra nueva, y a
mis doce años ya empezaba a entender eso.
En el bachillerato conocí a Roberto. Todos
le conocían. Era uno de los alumnos de mayor tamaño, no sólo en altura. Al par
de meses de comenzar las clases ya había reclutado una pandilla que le apoyaba
en todas sus desventuras. Todos le cubrían ante los profesores y los tutores y
siempre parecía salir bien librado. Incluso se había echado ya novia, María,
una de las chicas más desarrolladas del colegio, y todos hacían conjeturas
sobre hasta donde habrían llegado.
Fue Roberto el primero que se metió con mi
baja estatura. La segunda semana ya me preguntó:
- Perdona, ¿las clases de primaria?
- No, esto es el bachillerato –contesté yo-.
Las clases de primaria son en otro centro.
- ¡Ah, que lo sabes! ¿Qué haces aquí
entonces? ¿Has venido a ver a tu hermano mayor?- Y comenzó a reírse de su propia broma sin gracia, tan alto que
todo el pasillo se giró para mirar. Y a partir de aquel día todo el mundo supo
quien era. Miguelín, ese niño tan pequeño.
Roberto continuó metiéndose con mi baja
estatura con distintos tipos de bromas. Era habitual que cuando llegaba a clase
me encontrará un par de listines telefónicos en mi silla. Todos reían por lo
bajo, hasta que yo les miraba, sonreía, daba las gracias con una inclinación de
cabeza y me subía en los listines. Entonces todos se callaban. Al final dejaron
de hacerlo. La gente quiere reírse de un enano, no ayudarle a ver mejor.
Papá tenía razón. Las bromas en los pasillos
iniciadas por Roberto disminuyeron hasta casi desaparecer, tan sólo tenía que
levantar los hombros y poner una media sonrisa. Sabía lo que me esperaba y cómo
combatirlo, así que al final del primer curso de bachillerato era sólo un
alumno invisible y agradecido de serlo. Pero algo debió pasar en el verano del
primer curso al segundo que las cosas cambiaron, y descubrimos que las burlas
eran sólo un aperitivo de lo que se avecinaba.
El camino hacia el bachillerato obligaba a
rodear una urbanización de casas hasta llegar a la puerta principal, pero
algunos alumnos habían descubierto que si atravesaban la vivienda del bedel, el
camino se reducía a la mitad. Por ello hicieron un agujero en su verja y
aprovechaban que estaba en sus labores para invadir su finca y ahorrarse
camino.
Y allí estaba Fermín, el perro del bedel,
tumbado en su caseta mirando quien osaba atravesar sus dominios. Cuando el
colegio cerraba por la noche el bedel soltaba al perro por las instalaciones
para disuadir a los ladrones. Era una mezcla de pastor alemán y mastín, un
perro grande que tenía malas pulgas cuando lo molestaban. Pasaba el día atado
con una cadena de seis metros a su caseta. Y lo que muchos hubieran visto como
un problema, Roberto lo vio como una oportunidad.
Se metió en el jardín del bedel, llamó al
perro y comprobó hasta dónde llegaba la cadena. Después, marcó el límite con el
pie en el césped y llamó a sus amigos con un nuevo plan. Entre todos agarraron
a uno de los chicos de primero y comenzaron a decir que el edificio del
bachillerato necesitaba de un sacrificio humano. Llevaron al chico en volandas
y lo depositaron de rodillas en la marca. Después llamaron al perro que se
precipitó sobre el chico para detenerse bruscamente a unos pocos centímetros de
su cara. Igual que después hicieron conmigo. El chico cayó al suelo llorando y
pataleando y todos se marcharon dejándole solo. A partir de aquel día todos se
mofaron de él, y cada vez que lo hacían, él se revolvía y les contestaba, así
que continuaron haciéndolo. Y es que no todos los chicos tenían un padre que
les avisara de cómo comportarse. La mayoría pasaba la pubertad tirando como
podía.
Después de ese chico vinieron otros. Siempre
nuevos, siempre tímidos, siempre débiles. Y con cada uno de ellos una mofa,
unas risas, dejando tras de sí a un chico marcado para toda su estancia en el
bachillerato, porque nadie trata como a un hombre a alguien que ha visto llorar
como un niño.
No dejo de preguntarme si Roberto habló con
su padre alguna vez antes de entrar en el bachillerato, y si es así, qué pudo
decirle.
Pero los alumnos nuevos se acaban, y tras
ellos, la diversión debe continuar. Así llegaron hasta mí, el chico apenas
visible al que nunca consiguieron humillar.
Esta mañana, una vez acabadas las clases y
cuando me disponía a marchar a casa, me cogieron en volandas y me llevaron
hasta el jardín del bedel, me plantaron delante del perro y Roberto me gritó:
-
¡Échale huevos, enano!
Ahora, ya de noche, mientras papá y mamá ven
la tele acurrucados en el sofá, pienso en lo sucedido y aún siento las lágrimas
resbalar por mis mejillas. Porque esto no es como los insultos, no puedo
levantar los hombros, sonreír y dejarlo pasar. Para esto papá no me había
preparado.
Pienso en qué hacer, pero no sólo por mí,
porque hay otros chicos que están sufriendo el mismo problema y no es justo que
yo logre solucionarlo y ellos no. Si encuentro una solución, debe ser una solución
para todos. Para todos o ninguno. Podría hablar con papá de ello, pero dudo,
aunque cuando tuvimos la conversación me dijo muy claro que acudiera a él si
tenía algún problema. Pero papá no acude a mamá y a mí cuando le ocurre algo,
no. Él se lo calla, lo sé. Y lo sé porque le veo llegar arrastrando sus ojeras,
mirando al vacío en el sofá mientras da sorbos a la cerveza que le ha
traído mamá. Cuando le pregunto cómo
está, se gira, me sonríe y dice:
- No podría estar mejor.
Porque papá es un hombre y yo soy un niño.
Un niño bajo, además.
Así que tengo que ser más listo que los
demás. Tengo que pensar en algo, y rápido, porque aunque yo haya aprendido a
caminar con mil ojos para evitar a Roberto y su pandilla, otros no lo han
hecho. Y Roberto siempre encuentra a alguien para el juego con Fermín. Como es
sol sale por la mañana él siempre encuentra a alguien.
Paso la noche mal, dando vueltas, durmiendo
poco, rememorando el momento en el que el perro se va a abalanzar sobre mí y se
detiene a escasos centímetros. Y veo sus dientes mordiendo el vacío y pienso
que yo podría estar allí, siendo masticado. Pienso en la línea del suelo
marcada por el pie de Roberto primero y después por todas las pisadas de los
alumnos de primer curso. Y las mías. Pienso en ese pequeño trozo de tierra
regada con lágrimas.
Me levanto por la mañana y me siento en la
cocina a comer unos cereales. Mamá baja dos minutos después de mí y me acaricia
el pelo. Entonces, allí, con la mano de mi madre despeinándome la coronilla, se
me ocurre una solución. Una solución duradera. Una solución para todos. Y para
siempre.
No digo nada durante el desayuno, dándole
vueltas a mi plan. Pienso en los pasos que dar y sus posibles complicaciones.
Paso tanto tiempo en silencio, dejando que mis cereales se ablanden en la
leche, que al final mamá me pregunta si estoy bien. Me giro, la sonrío y digo:
- No podría estar mejor.
Primero hago un reconocimiento. En una
pequeña libreta empiezo a apuntar las rutinas de Roberto, sus horarios, sus
clases. En una columna, a su lado, los horarios del bedel, la hora en la que
suelta a Fermín para que merodee por el colegio y cuándo lo vuelve a atar con
la cadena a su caseta. Y esa noche, en la cena, ajusto los detalles del plan.
Mamá siempre ha tenido problemas para dormir.
Por eso, entre todos sus botes de té, tiene también infusiones de lúpulo,
valeriana, pasiflora y amapola. Media hora antes de acostarse se bebe una de
estas infusiones y después se marcha a la cama. Y según ella duerme del tirón
hasta la mañana siguiente. Así que abro la nevera y cojo el filete más grande
que encuentro. Uno gordo y jugoso como los que papá come los fines de semana
muy poco hechos y acompañados de patatas fritas. Lo que él suele denominar un
placer sencillo. Lo pongo en la encimera de la cocina, encima de un plástico
transparente y lo rocío con los botes de infusiones para dormir de mamá, tanto
que cuando acabo, apenas se ve el filete. Apasto las pequeñas hierbas con la
mano para que se peguen a la carne, lo envuelvo todo en el plástico y lo guardo
en mi mochila.
Ese es el primer paso, el más sencillo.
Al día siguiente, a última hora de la tarde,
me acerco a la ferretería. Es importante que sea a última hora porque me
interesa que haya muy pocos clientes entre el cierre de hoy y la apertura de
mañana. Así minimizo riesgos. No es muy grande, pero recorro los pasillos
obnubilado de ver todas esas piezas para cañerías, para armarios y jardines.
Todo tan preciso, lleno de etiquetas con la descripción precisa del producto.
Porque es necesario, porque no es lo mismo una tubería de seis que una de ocho.
Lo sé porque he leído las etiquetas. Me acerco a la sección de cadenas. No es
una sección propiamente dicha, sino un rincón donde se almacenan cadenas ya
embaladas. Miro los distintos tipos y cuando las tengo localizadas me agacho y
trato de arrancar una de las etiquetas. No es fácil porque han sido pegadas
hace mucho, así que algunas se rompen por la mitad antes de poder despegarlas.
Cuando consigo despegar una por completo, comprendo que no seré capaz de
pegarla otra vez. Abro mi mochila y saco un bote de pegamento en barra de los
que usamos en la clase de plástica para hacer manualidades. Unto la etiqueta y
la pego en el embalaje de otra cadena, que pongo en la parte superior de la
columna. Recojo todo y lo ordeno para que parezca estar igual que antes. Para
que el ferretero no sospeche me acerco hasta el mostrador y le pregunto por las
tuberías de cuatro.
- ¿De cuatro?
- Sí –respondo-. Mi padre me ha encargado
buscar dos metros de tubería de cuatro.
- Pues dile a tu padre que sólo hay de seis
y de ocho, chico.
- Ah, de acuerdo. Se lo diré. ¡Gracias!
Y salgo de allí empapado en sudor.
Ahora la penúltima parte.
A esta hora es casi seguro que ya hayan
soltado a Fermín para que vagabundee por las instalaciones del bachillerato. Me
subo a la valla y trato de buscarlo, pero no lo encuentro. Trato de llamarlo
desde ahí arriba, pero no puedo arriesgarme a gritar mucho y el perro no me
oye. Tengo que esperar un rato para poder verlo y entonces volverlo a llamar.
Cuando me escucha, piensa que voy a entrar en el recinto y se apoya en la
valla, ladrándome. Entonces saco el filete de la cartera, lo desenvuelvo y se
lo tiro. El filete no llega a tocar el suelo, porque Fermín lo agarra entres
sus fauces al vuelo y se sienta en el suelo, apoyándolo sobre sus patas
delanteras y engulléndolo en dos grandes bocados. Le miro desgarrar la carne y
pienso que podría ser la mía o la de cualquiera de los chicos de primer curso,
y un escalofrío me recorre la espalda.
Media hora después, parece que Fermín se ha
dormido. Le llamo para asegurarme y no contesta. Le tiro un par de piedras
pequeñas que rebotan en su lomo, obteniendo tan sólo un gruñido bajo.
Así que una vez asegurado, temblando de
miedo, salto la valla y entro en el jardín del bedel.
Miro por la ventana de su casa y les veo a
él y a su mujer en el sofá, mirando la tele sin decirse nada. Ellos miran la
tele y yo les miro a ellos, pero a mí no me mira nadie. Me acerco a la caseta
del perro y saco unas cizallas de la mochila. Las posiciono en un eslabón en
mitad de la cadena y aprieto, pero no consigo nada. Trato de hacer más fuerza
para romper el eslabón, pero soy pequeño y mis brazos no logran ejercer mucha
presión. Mierda, esto no lo había pensado.
Sabía que con unas cizallas era más sencillo cortar cosas que con unos
alicates, pero no contaba con que hubiera que hacer tanta fuerza. Así que trato
de tranquilizarme y pensar en otro plan. Piensa Miguel, piensa. Esto es de lo
que me habló papá. No soy el más fuerte pero puedo esforzarme en ser el más
listo. Así que se me ocurre una solución. Saco mi navaja de explorador de la
mochila y con ella desatornillo la cadena de la caseta del perro. La enrollo y
la guardo en la mochila junto a las cizallas. Si no hay cadena, no es necesario
cortarla. Ahora mi mochila pesa tanto que apenas puedo saltar la valla, y por
un momento me veo allí encerrado esperando a que Fermín despierte, pero tras un
par de intentos logro encaramarme y pasar al otro lado.
De camino tiro la cadena a un contenedor y
la tapo con una bolsa de basura. Bajo ningún concepto quiero que me cojan con
esa cadena en mis manos.
Cuando llego a casa me gano una bronca de
mamá y papá, que no sabían dónde estaba y me buscaban preocupados. Les digo que
me he encontrado con un par de compañeros de clase y hemos estado jugando un
rato en la calle al fútbol con un bote chafado de refresco por balón. Eso
parece calmarles, porque yo sé que siempre han creído que tengo pocos amigos y
cualquier cosa que haga con algún compañero será bien recibida. Mamá me da un
beso en la coronilla y me pregunta si me lo he pasado bien. Yo le contesto que
claro y me siento en la mesa de la cocina a comer la cena.
Me tengo que levantar muy temprano, pero no
puedo pegar ojo. Ya he hecho casi todo lo necesario en mi plan, pero aún me
tengo que asegurar que se desarrolla según lo que he previsto. Me pregunto si
este es el mismo tipo de preocupación que tiene papá en el trabajo y que se
trae a casa, y en cierto modo me alegra, porque quiere decir que estoy
atravesando la barrera que separa a un niño de un hombre. Aunque empiezo a
pensar que los hombres siempre están preocupados y duermen mal y eso es algo
triste, porque aún no he crecido tanto como para olvidar lo bien que se siente
uno siendo un niño.
Por la mañana, con el sol apenas amanecido,
cuando aún faltan más de dos horas para el comienzo de las clases, salgo de
casa y me dirijo al colegio. Espero al lado de la valla, agazapado, esperando a
que todo suceda. Y es que esperar empieza a ser una parte muy importante de
casi todo.
El bedel llama a Fermín y espera a que venga
hasta sus pies. Le coge del collar y cuando va a atarle a la caseta descubre
que no hay cadena. Da un par de vueltas sobre sí mismo y recorre el jardín sin
encontrarla. Entonces maldice por lo bajo y suelta al perro. Entra dentro de la
casa un momento y sale con una chaqueta y el paso rápido hasta la calle. Me
tengo que agazapar todavía más para que no me vea. Pero no me resulta difícil.
Ser invisible es una de mis especialidades.
Le sigo a unos pocos metros hasta que entra
en la ferretería. Espero a que vuelva a salir y veo el bulto bajo su brazo.
Entro corriendo y voy directo al pasillo donde están las cadenas y busco la
primera de la pila, que ya no está, porque el bedel se la ha llevado. La misma
a la que yo cambié la pegatina. Lo ha hecho y eso quiere decir que el plan ha
funcionado, que primero lo pensé y después lo hice y luego funcionó. En ese
momento me pregunto si en cierta manera puedo decidir cómo serán las cosas a
partir de ahora. Salgo de mi pequeña nube y corro a la calle para que el bedel
no se me escape en su rápido caminar hasta el colegio. Le veo entrar otra vez
por la puerta y llamar de nuevo al perro. Cuando está a sus pies abre el
paquete y engancha un extremo a la caseta y otro al collar. Una vez listo,
sacude las manos y vuelve al resto de sus quehaceres. No ha mirado apenas, no
se ha dado cuenta. Y es que los adultos no prestan atención a los detalles,
están demasiado ocupados siendo adultos.
Paso el resto del día en un estado de
exaltación nerviosa, sin escuchar en las clases y moviendo las puntas de los
pies sobre el suelo de linóleo. Porque queda lo más difícil del plan, la parte
en la que el enano le tiene que echar huevos.
Así que cuando acaban las clases salgo por
la puerta y espero a Roberto y a sus amigos. Les espero como el ratón espera a
la serpiente. Estoy cerca de la puerta del bedel y puedo ver, a través de las
rejas, a Fermín atado a su caseta, tumbado en el suelo y esperando la libertad
de la noche. Y es que él tampoco sabe nada de lo que puede ocurrir hoy.
Cuando me quiero dar cuenta aparecen, pero
llevan en volandas a un niño de primer curso, y yo eso no me lo esperaba. Me
apartan de un empujón y entran en el jardín del bedel sabiendo que está ocupado
en sus tareas. Yo les sigo y veo como entre dos tratan de poner al chico en la
línea de césped pelado en la que me pusieron a mí hace unos días. El chico
llora y forcejea, pero eso lo hace, si cabe, más divertido.
- ¡Dejadme, por favor! ¡Tengo que ir a casa!
¡Mi mamá me espera!
Y todos se ríen y corean:
- ¡Mi mamá me espera! ¡Mi mamá me espera!
¡Mi mamá me espera!
Roberto es el que está delante, dirigiendo
la operación. Y yo por un momento me quedo ahí, los pies clavados al suelo,
tratando de pensar qué hacer. Me gustaría estar en mi mesa de la cocina con mi
cuaderno para trazar un plan, pero no hay tiempo. Hay que pensar muy rápido y
actuar muy rápido.
El chico ya está en la línea de césped.
Roberto detrás, sujetándole los brazos. No no no no. Esto no tenía que ser así.
Tenía que estar yo en esa línea, para eso esperé.
Así que me armo de valor y grito:
- ¡Roberto, maricón!
Todos se vuelven y me miran. Incluido el
niño. Incluido el perro, que levanta su cabeza hacia mí.
- ¿Por qué no te pones tú en la línea, si
eres tan valiente?
- ¿Y por qué no tú, enano de mierda? El
perro no llega a la línea, no seas imbécil y cállate.
Me adelanto hasta ellos y me pongo a su
lado, aunque durante toda mi vida me he especializado en el movimiento
contrario.
- ¿Te gustan las montañas rusas, Roberto?
Roberto, que creía que la discusión había
acabado y podía volver a su divertimento, me espeta:
- ¿A qué viene eso ahora, media mierda?
Yo contesto:
- La gente disfruta con las montañas rusas
porque sabe que no les va a pasar nada, que no se van a hacer daño. No hay
valor en eso.
- ¿Y qué? ¿Qué coño me quieres decir con
eso?
- Que es muy fácil jugar con el que no es
valiente. Ponte tú en la línea, si eres tan bravo.
- Que no te enteras, Miguelín, que pareces
tonto. El perro no llega a la línea, esa es la gracia.
- Entonces te propongo un juego.
- ¿De qué tipo?
- Nos ponemos tú y yo un paso antes de la
línea. Y el primero que de un paso atrás pierde.
- ¿Quieres ocupar su lugar?
- Quiero ver quien de los dos es más
valiente.
Y todos corean un bajo: Uhhhhh…. Un rumor
sordo e indefinido que da a entender que se ha lanzado un reto, y que no
aceptarlo es lo mismo que perderlo y admitir que eres un cobarde.
Roberto suelta al alumno de primer curso,
que sale corriendo de allí entre lágrimas.
- Muy bien, enano. Veamos cuánto valor te
cabe en ese cuerpo tan pequeño.
Y los dos nos posicionamos en la línea y
damos un paso hacia delante. Todos se quedan callados y veo de reojo a Roberto,
y sé que está igual de asustado que yo. Porque todo el mundo cree que él
ganará, tiene eso que demostrar. Si yo pierdo será lo esperado y mi vida
continuará igual, pero si el pierde se producirá una grave fractura en su
liderazgo y nadie sabe qué puede pasar después de eso.
Roberto llama al perro.
- ¡Eh, perro! ¡Eh! ¡Perro de mierda, ven
aquí!
Fermín levanta la cabeza sin demasiado
interés, como si estuviera cansado de ese juego.
Roberto se agacha y le tira una piedra, que
impacta en la caseta.
- ¡Ven aquí, perro asqueroso!
Tira otra que se va por un metro y cae en el
suelo para perderse en unos matorrales.
Pero la tercera no. La tercera piedra
impacta en su lomo y hace que lance un gruñido de dolor y que nos mire. Roberto
farfulla por lo bajo:
- Oh, oh…
Y Fermín se lanza hacia nosotros, y todo
ocurre a cámara lenta, como si de pronto tuviese todo el tiempo del mundo para
actuar. Y es que yo ya tenía pensado lo que iba hacer, y Roberto no. Y este es uno de los juegos en el que el que
menos sabe, pierde. Espero a que dé dos zancadas y salgo corriendo hacia atrás.
Roberto sonríe y levanta los brazos. Da un pequeño salto hacia atrás y se
proclama vencedor, sintiéndose muy seguro detrás de la línea. Todavía tiene
tiempo para volverse otra vez al perro y esperarle de frente, demostrando todo
su valor. Pero hay una cosa que nos separa a Roberto y a mí. Y es la altura.
Porque para que haya chicos altos, los debe haber bajos también. Fermín rebasa
la línea de césped y se lanza a la entrepierna de Roberto, que le queda a la
altura idónea. Roberto cae al suelo con el perro aferrado y todos comienzan a
gritar y a correr en círculos sin saber qué hacer, igual que en una montaña
rusa que hubiera descarrilado.
Yo me quedo detrás de todos ellos, mirando,
observando el resultado de mi plan. Cuando consiguen que el perro se suelte
tras algunas patadas, corren a llamar al bedel al edificio del bachillerato.
Entonces yo me marcho despacio, lento, invisible.
Ese día se organiza un gran revuelo en el
colegio. El plan ha terminado como yo esperaba que lo hiciese, pero no sé
porqué no sé bien cómo sentirme por ello. La imagen del perro aferrado a los
testículos de Roberto no me satisface. Yo sólo quería que me dejara en paz a mí
y a los otros chicos. Sólo eso.
Le tienen que operar cuatro veces por los
daños. Es curioso, porque Roberto me alentaba diciéndome que le echara huevos y
ahora a él sólo le queda uno. María, su novia, no tardó en entenderlo así y le
dejó al par de semanas.
Fermín, ese pobre perro, es sacrificado en una perrera con una
inyección, y reconozco que eso es algo que nunca había pensado que ocurriría.
El bedel del bachillerato es despedido por no haber sabido atar al perro, y es
que al consejo les da igual todo lo que argumenta: Que el perro siempre estuvo
atado, que la culpa era del envoltorio de la cadena que compró esa misma mañana
porque estaba mal etiquetado y ser mucho más larga de lo que decía. Que él ni
siquiera estaba allí, sino atendiendo sus deberes de bedel. Que la culpa era de
los niños por tirar piedras al perro.
A todos los implicados en el asunto nos
llevan a ver al psicólogo de la escuela. Nos hacen tumbar en un pequeño diván y
hablar de lo que ocurrido y cómo nos sentimos. Antes de eso hablamos con la
policía, y en ambos casos contamos más o menos lo mismo, que ha sido una
terrible tragedia.
En todos lados se oye esa expresión:
“Terrible tragedia”. Porque los mayores sólo se dan cuenta cuando hay alguien
herido, cuando pueden ver la sangre. A nadie le importó que antes de eso
Roberto y su pandilla traumatizaran a diario a chicos del primer curso. Eso no
era importante, porque las heridas que no se pueden ver es como si no
existieran. Pero no nos podemos pasar la vida levantando los hombros y haciendo
como si no hubiera pasado nada. Porque sí que pasa. He estado pensando que las
tragedias son las cosas tristes que tú planeas, y puede que eso sea hacerse
adulto.
Papá también quiere hablar conmigo de todo
aquello, de cómo ocurrió. Por supuesto no le cuento nada de mi plan de cambiar
la cadena, igual que él tampoco me cuenta nada de sus problemas en la oficina.
Me pregunta qué ocurrió y cómo me siento, pero no como lo hizo el psicólogo,
sino interesado en la respuesta más allá de rellenar un formulario.
Yo me pongo el primer vaso de té que tomaré
en mi vida y me siento a hablar con él en la mesa de la cocina, como dos adultos.
- Papá, ¿sabes aquella vez que me dijiste
que yo no podía hacer nada por ser más alto pero sí podía esforzarme en ser más
listo?
- Sí. Miki, ¿qué pasó?
- Eso. Que fui más listo.
y cambiando la linea del suelo? cambiando el cesped de sitio.
ReplyDeleteTambién el perro podría haber dado un susto a Roberto enorme, que se habría echado para atrás, empujando a Miki y el perro al oler a Miki, por el filete y el té, ponerse a lamerle.
¿qué te parece?
:-)
Ahora entiendes el mundo de posibilidades sobre el que hay que escoger, Nacho! Te autorizo a escribir tu propia versión, si te apetece ;-)
DeleteExcelente. Como siempre.
ReplyDeleteGracias!
DeleteEl plan hubiese sido mejor si la cadena fuera más corta y y el que diera el paso hacia atrás fuera Roberto pensando que el perro fuera a alcanzarle. Proclamándose ganador Miki y sin consecuencias de sacrificios ni el despido del bedel.
ReplyDeleteSólo es una opinión.
Ya, pero Roberto debía aprender que sus actos tienen consecuencias, y que eso también forma parte de hacerse adulto. No me valía una victoria completa, tenía que perder al mismo tiempo.
ReplyDeleteSantiago