Marco
Eusebio estaba nervioso. No podía dejar de pensar en ello, así que hizo lo que
siempre hacía cuando necesitaba relajarse: Abdominales. Se tumbó sobre la
espalda, cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó a subir una y otra vez,
apretando el estómago cuando llegaba arriba. Muchos se había hablado en los
periódicos de esa costumbre suya, y de cómo cuando marcaba goles le gustaba
quitarse la camiseta para mostrar sus definidos abdominales, pero nadie,
excepto su familia y amigos más cercanos sabía la verdadera razón. Y su agente.
Él lo sabía todo de él, y en cierto modo a Marco Eusebio le tranquilizaba que
así fuera. Sin secretos, sin medias verdades.
Marco Eusebio sabía que había
momentos, unos pocos, que marcaban la vida de un futbolista, y la final de un
mundial podía ser, sin duda, un momento irrepetible. Que había que jugar bien siempre y esforzarse siempre, pero que
si eras capaz de identificar esos pocos momentos y tratabas de dar más de ti,
podías llegar a conseguir la gloria. Y lo sabía porque ya había vivido algunos,
y los había visto, y los habían visto, repetidos muchas veces. A cámara
hiperlenta, grabados con modernas tecnologías que permitían no perderse ni uno
solo de los detalles, ni siquiera cómo la hierba saltaba cuando golpeaba un
balón. Uno de esos momentos que parecían permanecer para siempre en la retina y
convertirse de forma instantánea en historia viviente del fútbol. Goles que
algunas de las personas que los veían eran capaces de rememorar muchos años
después, y contárselos a sus nietos, que, siendo pequeños, escuchaban
embelesados a sus abuelos relatar cómo un futbolista llamado Marco Eusebio,
muchos años antes, regateó a uno, dos, y tres defensas y después golpeó el
balón con toda el alma para que entrara limpio por la escuadra, sin que el
portero pudiera hacer nada. Marco Eusebio vivía ese momento, porque era él
quien lo creaba, pero no podía evitar verlo después en esas pantallas gigantes,
a cámara hiperlenta, y sentir que estaba viendo a otra persona. Porque allí todo
pasaba en un segundo, donde no había tiempo para pensar, sólo para sentir y
actuar. Y verse después allí, ver la hierba saltando cuando golpeaba el balón
le daba una extraña sensación de realidad incorpórea, tanto que había llegado a
huir de esas imágenes, de darse la vuelta cuando las repetían en el mismo salón
de su casa y su familia, los padres que habían venido a vivir con él a su
flamante nueva mansión, se giraban hacia él y le felicitaban, sintiéndose
orgullosos. Porque su hijo era un estrella. Porque su hijo se lo merecía.
Marco Eusebio lo tenía todo. Pero continuaba
haciendo abdominales.
Sabía que su compañero de cuarto tardaría
mucho en venir. Aunque todos los jugadores del equipo eran millonarios, o
precisamente por eso, el entrenador les hacía compartir habitación en las
concentraciones. Quizá porque quería que hablasen entre ellos, que se calmaran,
que compartieran los mismos nervios antes de un partido. Y en cierta forma que
nunca reconocería delante de las cámaras, le gustaba. Le recordaba aquellas
noches con su hermano en el dormitorio, cuando los dos eran pequeños y hablaban
en la oscuridad de historias inventadas. Su hermano mayor. Al que le ofreció
también un sitio en la mansión pero él rechazó, aunque venía a verle a menudo y
a veces se quedaba unos días, pero nunca dormían ya en el mismo cuarto. Al que
quiso darle un dinero mensual pero también rechazó, porque no quería necesitar
la ayuda de nadie. Ese hermano.
Ya pasaba de cien abdominales, pero apenas
le dolía. Le gustaba esa sensación, como el
arranque del dolor que no llegaría. Le hacía sentir vivo y se
concentraba en ella. Le permitía no pensar en el partido de esa noche, en que
ese era uno de esos momentos que podía ser especial, si ganaban, si él hacía
algo que lo convirtiera en especial. Pero eso no le preocupaba, porque apenas
tenía tiempo en el campo para pensar en ello. Cogía el balón, enfilaba a
portería y entonces todo sucedía en una pequeña fracción de segundo donde debía
decidir si regatear o tirar, si pasar a un compañero o abrir a banda para buscar luego un pase. Eso
no le preocupaba, lo había hecho desde que tenía uso de razón. Era lo suyo. Le
preocupaba lo de después, la celebración. Eso le preocupaba.
Porque el fútbol era un deporte y una
pasión, pero también era un negocio, y contratos, y marketing. Y mucha gente
vivía de lo que esos veintidós jugadores hacían en esos noventa minutos. Y se
movía mucho mucho dinero, mucho más incluso de lo que le pagaban a él, esa
cifra exagerada llena de ceros que le permitía mantener esa casa, a sus padres,
esos coches, y le daba acceso a todas las cosas que un hombre podía soñar:
citas con modelos, fiestas, ediciones exclusivas de productos de lujo. Y lo que
le daba vértigo, auténtico vértigo no era lo que podía pasar en el terreno de juego,
sino cómo a veces, un pequeño gesto, una celebración, podía cambiar tu vida.
Lo habían descubierto hacía poco, apenas un
par de años. Alguien marcaba un gol y cuando lo celebraba, cuando todas las
cámaras le apuntaban a él y sólo a él, hacía un gesto que se relacionaba con
una marca o algún producto. Al principio los jugadores lo hacían por ellos
mismos, de la misma forma que cuando alguno había sido padre recientemente, lo
evocaba llevándose un dedo a la boca como un chupete o meciendo los brazos. Un
gesto hermoso, cuando las cámaras le apuntaban a él y sólo a él. Y entonces uno
de ellos hizo un gesto que hacía una vaga alusión a una marca comercial. Porque
era una marca que le gustaba, o porque
le salió así en ese momento donde se te cruzan tantas cosas en la
cabeza, con la jugada ya acabada, y entonces descubrieron algo raro, y es que
las ventas de la marca aumentaron. Mucho. Porque mucha gente vio ese gesto y
les gustó, y pensaron que si él lo hacía, no estando en un anuncio sino en el
terreno de juego, por iniciativa propia, es que debía ser una buena marca, un
producto de confianza para un jugador tan bueno, tan especializado. Y a alguno
de los publicistas que estaba viendo la televisión en ese momento se le ocurrió
una idea, se le encendió una bombilla, que es lo que les ocurre a aquellos que
saben buscar negocios donde no los hay. Y lo llevó con mucha discreción, se
aseguró de que fuera algo desconocido para el gran público, que sólo lo
supieran unos pocos y nunca los compradores, porque entonces perdería el efecto
comercial, la pureza del gesto.
Y eso era lo que estaba hablando su agente
en esos momentos, mientras él hacía abdominales antes del partido. Porque él
era una estrella, y había grandes posibilidades de que marcara un gol aquella
noche, que creara otro momento especial en su carrera como jugador.
Cuando Emilio, el agente de Marco Eusebio
llamó con los nudillos a la puerta, este dejó de hacer abdominales, se sentó en
la cama y se secó el sudor de la frente con un antebrazo, con el chándal del
equipo.
Emilio cerró la puerta tras de sí y se sentó
en la cama del otro compañero de equipo. Era bajo y tenía sobrepeso, pero
siempre había cuidado de Marco Eusebio, desde que sus padres le escogieron como
primer, y por ahora único, agente en la vida del jugador. Marco Eusebio sabía
que siempre le diría la verdad, algo no tan común según había averiguado por
otros jugadores del equipo.
-
Bueno, ya tenemos las
cifras, pero recuerda que la última palabra siempre es tuya –comenzó diciendo
el agente.
-
Muy bien. Cuéntame
los detalles.
-
Es sobre un
videojuego.
-
Ajá. ¿Cual?
-
Se llama “La hora de
Elric”.
-
No me suena.
-
Ha salido esta
semana.
-
Ah.
Marco Eusebio era, como tantos otros
jugadores, apenas niños muchos de ellos, aficionado a los videojuegos. Incluso
ahora podían ver una consola delante de la televisión del mueble de la
habitación. Pero no era ningún experto ni estaba al día con las novedades. No
le hacía falta, los demás siempre le comentaban los juegos de más éxito.
-
Uno de los jugadores
principales, un paladín que acompaña a Elric en sus misiones, tiene un baile de
la victoria. Ya sabes, unos movimientos que se hacen pulsando una combinación
de teclas cuando has derribado a un oponente.
-
Vale. Pero... ¿No es
el propio Elric?
-
No, se decidió que
sería muy obvio.
-
Muy bien.
-
Es decir, si lo haces
con uno de sus paladines muchos pueden llegar a pensar que ya te has pasado
todas las misiones con el personaje de Elric y que el juego te ha gustado tanto
que ahora las estás repitiendo con uno de sus paladines.
-
Vale.
-
Al parecer el juego
ha tenido muy muy buenas críticas en los pases previos con jugadores, y creen
que puede ser el pelotazo del año.
-
¿Lo has visto?
-
¿El qué?
-
El juego, si lo has
jugado.
-
No, bueno... había
una caja encima de la mesa, con el disco dentro.
-
¿Y no te lo han
puesto en una tele para que vieras alguna misión?
-
No. Sólo había un
video en un ordenador portátil con una captura del baile del paladín. Es muy
sencilla.
A Marco Eusebio le hubiera gustado jugar al
menos alguna partida, conocer el producto que pretendían que publicitase. De
alguna forma le hacía sentirse menos falso. Así se lo hizo saber a su agente.
-
Si, hubiera estado
bien, pero no ha habido tiempo. Lo siento. Las negociaciones han sido muy
duras, y claro, hasta no hace mucho nadie sabía que llegaríais a la final.
Ambos eran conscientes de que si no hubieran
llegado a la final ahora mismo sería el jugador de otro equipo el que estuviera
teniendo esa conversación con su agente. Es más, el agente le informó que el
delantero estrella del otro equipo, el jugador con el que la prensa estaba
empeñado que se peleasen, estaba recibiendo la misma oferta.
-
Es decir, que si él
marca primero... –comenzó a decir Marco Eusebio.
-
Si él marca primero y
hace el baile, tú no podrás hacerlo.
-
Y perderé el dinero.
-
Sí.
-
Muy bien, enséñame el
vídeo.
Emilio sacó un pequeño ordenador portátil de
su bolsa de viaje y lo encendió. Le puso el archivo donde se veía al paladín
bailar. Era una mala captura. Estaba pixelada.
Eran dos pasos a la derecha, dos a la
izquierda y un hachazo al frente. Era ridículamente sencillo.
-
¿Sólo esto?
-
Sí. Pero debes
hacerlo con alegría.
-
Alegría. Bien.
-
Si alguien te
pregunta después sobre el gesto, sonríe y no digas nada. Que parezca algo
personal que nadie sabe. Ya se encargará la empresa de videojuegos de filtrarlo
a la prensa.
-
¿Cómo lo hará?
-
A través de los foros
de jugadores, según me han dicho.
-
Ah, muy listo. Sutil.
-
Está todo estudiado.
-
Vale.
Marco Eusebio estaba nervioso. Sentía ganas
de ponerse a hacer abdominales otra vez, pero pese a todo lo que se conocían,
no quería hacerlos delante de su agente. Era algo privado.
-
Marco... –le llamó
Emilio.
-
¿Sí?
-
No me has preguntado
por la cifra.
El jugador tardó un momento en responder, lo
que tardó en tensar los abdominales debajo de la camiseta.
-
¿Importa?
-
No realmente, pero
pensé que te interesaría saberlo.
-
¿Es mucho?
-
Sí. Ya sabes que yo
siempre presiono para sacar más, pero no creí que fueran a aceptar tanto. Ese
juego debe ser una auténtica pasada.
-
¿Cuánto?
-
Sesenta y cuatro
millones.
-
Estás de broma –dijo
el jugador.
-
No. Sesenta y cuatro
millones de euros.
-
Por un baile que no
dura ni tres segundos.
-
Sí, pero bailado en
el momento en que mil cien millones de personas están mirándote.
-
Joder.
Marco Eusebio se sentó en su cama, delante
de su agente, y miró al infinito.
-
No tiene sentido.
-
Es cierto, no lo
tiene. Pero este es el juego que nos ha tocado jugar.
Marco Eusebio recordaba sus inicios cómo
jugador, con diez años, cuando fue traspasado a otro equipo por el módico
precio de dos docenas de balones de reglamento. Una historia que la prensa se
había encargado de relatar.
El agente le puso una mano en la rodilla.
-
Oye, si no quieres,
nos negamos.
-
¿Cómo nos vamos a
negar?
-
Diciendo: No,
gracias.
-
Ya, así de simple.
-
Tan simple como eso.
Nadie nos puede obligar si no queremos hacerlo.
Marco Eusebio sabía que no podía negarse.
Era un dinero demasiado absurdo cómo para decir que no. Con eso podría mantener
toda su vida a sus padres y a sus hijos, aunque no volviera a ingresar nunca
dinero por jugar al fútbol ni por actos publicitarios. Era el pelotazo
definitivo. Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y un hachazo al frente.
Ni tres segundos. Sesenta y cuatro millones
de euros.
Pero tenía que marcar. Y tenía que marcar
antes que el otro jugador.
-
De acuerdo, lo haré.
-
¿Seguro?
-
Claro, es una
chorrada.
-
Ya te digo, una
chorrada como un edificio de alta.
Los dos rieron y se sacudieron un poco la
tensión de los hombros. Ensayaron los tres pasos de baile y se rieron todavía
más.
-
Sólo espero que no se
me olvide.
-
Ja,ja, eso sí que
sería de traca –dijo el agente. Y se rió, pero fue una risa forzada, con miedo.
Estaba claro que era una posibilidad que no había contemplado.
Emilio le dio una abrazo y se despidió, algo
que siempre hacía. Y le repitió lo que siempre le decía, una y otra vez.
-
Recuerda, lo más
difícil ya está hecho.
-
Esto no es nada
–completó Marco Eusebio.
-
Exacto. No es nada.
Estaré en la tribuna con tus padres. Buena suerte.
Siempre le deseaba buena suerte, porque
siempre decía que no estaba de más, que todos necesitábamos un poquito de
suerte. Como la que tuvo el equipo que consiguió sus servicios por dos docenas
de balones y que después firmó un contrato millonario con un equipo de primera
división para venderle seis años después.
Al mismo tiempo que Emilio salió por la puerta
su compañero de cuarto entró en el dormitorio.
-
Hey Marco, es la
hora.
-
Sí, vamos.
Y le dio un pequeño puñetazo en un hombro,
uno de sus rituales de ánimo. Los dos bajaron a la puerta del hotel y se
encontraron con todos los demás Se subieron al autobús y marcharon al estadio.
En cuando atravesaron las puertas del hotel, cientos de curiosos se abalanzaron
sobre los laterales y el conductor tuvo que disminuir la marcha cuidando de no
aplastar a ninguno.
Les siguieron y jalearon todo el camino
hasta el estadio. Marco Eusebio pudo ver sus caras en los coches, que manejaban
con una mano mientras mantenían el puño en alto. Un par de hinchas del otro
equipo lanzaron piedras contra el autobús, pero era algo a lo que estaban
acostumbrados.
Cuando entraron en el vestuario todo estaba
dispuesto. Cada taquilla con su camiseta, sus botas, sus medias. Cogió la suya
y se quedó mirando su número, el ocho, aquel que siempre le habían reservado en
los equipos en los que había jugado. Incluso se había especulado con la posibilidad
de retirarlo cuando él dejara el equipo, algo que siempre le había parecido
exagerado. Aún faltaba mucho para que eso ocurriera. Quién sabía qué podía
suceder hasta entonces, cuantos goles podía marcar. O fallar.
Se terminó de atar las botas cuando el
entrenador abrió la puerta del vestuario. El entrenador, esa figura
perteneciente al pequeño círculo de un jugador: Su padre, su agente, su
entrenador. Esas personas que te decían qué hacer, qué bailar, cómo jugar. Hizo
que todos los jugadores se pusieran en un corro y les habló de los momentos
especiales en la vida de un futbolista, esos momentos que podían ser eternos.
Cómo si Marco Eusebio no lo supiera. Como si pensara en otra cosa que lo que
tendría que hacer si marcaba un gol. Cuando marcara un gol. Cuando lo hiciera
antes que la estrella del otro equipo. En ese momento deseó tumbarse en el
suelo y hacer más abdominales, pero se mantuvo hombro con hombro con sus
compañeros y espero a que el entrenador terminara su discurso para gritar como
todos los demás.
Pero él no era como todos los demás. Ninguno
de sus compañeros había recibido una oferta igual. Ninguno llevaba el número
ocho en sus espalda.
Cuando saltaron al césped el sonido del
público era ensordecedor, tanto que los jugadores tenían casi hablarse al oído
para poder hacerse entender. Marco Eusebio se concentró en su rutina de
calentamiento, proceso casi inalterado desde que tenía doce años. Las carreras,
los estiramientos, los lanzamientos a puerta. Todo ensayado y probado para
testear cada músculo y no pensar en lo que se avecinaba. Pero mientras corría
de una banda a otra, primero en carreras lentas y después en sprints, pensaba
en el baile, en aquel baile tan sencillo: Dos pasos a la derecha, dos a la
izquierda y hachazo en la frente. Y sonriendo. Como si le pusiera feliz
recordarlo. Como si lo hiciera pensando en otra cosa que no fueran los sesenta
y tres millones.
Cuando los jugadores de los dos equipos se
saludaron antes del pitido de comienzo Marco Eusebio y el jugador estrella del
otro equipo cruzaron miradas. Y en ese pequeño instante, apenas un segundo, los
dos supieron que ambos jugaban dos partidos. El que todo el mundo conocía y el
suyo propio por marcar primero y hacer el baile. Marco Eusebio no pudo dejar de
preguntarse por cuántos balones le cambiaron a él de equipo siendo pequeño.
El pitido marcó el inicio y el público
enloqueció. Comentaristas de todo el mundo comenzaron a relatar las jugadas en
docenas de idiomas para los millones de
personas que lo veían en sus casas o en los bares. Las pandas de amigos habían
quedado para verlo todos juntos, para recordar todos lo que ocurrió en esos
noventa minutos. Tocando el timbre con un pack de cervezas, una caja de pizzas
o patatas fritas. Todos queriendo aportar algo a la diversión del momento. Para
poder decir: Yo estuve allí y lo vi. Recuerdo lo que sentí entonces como si
fuera hoy.
Marco Eusebio estaba nervioso. Y no solía
sentirse nervioso cuando empezaba el partido, estaba ocupado con otras cosas.
Pero ahora no pensaba en el gol, sino en los momentos inmediatamente
posteriores, y eso era nuevo. Le dio por pensar en todas las celebraciones de
goles que había practicado: la del gorila, la del arquero, la del lanzallamas.
Las hacía porque le parecían divertidas, porque le salieron así y a la gente
les gustó y después las repitió de pura inercia. Pero claro, siempre las había
hecho gratis, sin un propósito comercial. Cuando el jugador estrella del otro
equipo se lesionó en el minuto once y tuvieron que cambiarle por otro
compañero, no dio un suspiro de alivio. Lo hubiera hecho si él hubiera marcado
antes y ya se hubiera librado de esa responsabilidad, pero no era así. Ahora
sería él o nadie. Pensó que si marcaba pronto y lo hacía de una vez podría
concentrarse en lo importante el resto del partido.
Pero el gol no llegaba. Para ninguno de los
equipos. Mil millones de personas conteniendo la respiración cuando el balón se
acercaba al área y el balón se negaba a entrar en portería alguna. Ni siquiera
cuando Marco Eusebio se plantó delante del portero y golpeó con el balón el
palo. Las cámaras de alta definición plasmaron a cien fotogramas por segundo su
gesto de enfado mientras el esférico se iba a corner.
Llegaron al descanso y se sentaron en las
taquillas donde habían estado apenas una hora antes. Ya casi nadie hablaba, no
quedaba mucho que decir. Todos sabían lo que tenían que hacer y trataban de
hacerlo. El entrenador se acercó a algunos jugadores y les dio algunos consejos
tácticos. Cuando se acercó a Marco Eusebio se limitó a darle un golpe en el
hombro y sonreír, tratando de quitar importancia a todo lo que estaba
ocurriendo. Pero claro, él no sabía todo lo que había en juego.
Se sentó en el suelo de al lado de su
taquilla y comenzó a hacer abdominales. A la mierda las buenas formas, lo
necesitaba. Nadie le dijo nada ni trato de aconsejarle que reservara fuerzas.
Todos los comentaristas se asombraron de
cómo Marco Eusebio salió enchufado en la segunda parte, dispuesto a resolver el
marcador en las primeras acciones de que dispusiera. Todos le alabaron como
jugador y loaron su entrega, disciplina y esfuerzo. Su camisa estaba empapada
en sudor y se le pegaba a los abdominales, para asombro de muchos hombres y
gozo de muchas mujeres.
Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y
hachazo en la frente. Sonriendo.
A pesar de los esfuerzos de los dos equipos
y los cambios tácticos introducidos por los entrenadores para tratar de
llevarse el partido, el balón seguía sin entrar. Marco Eusebio comenzaba a
desesperarse. Incluso pensó en un par de ocasiones en tumbarse en el césped y
comenzar a hacer abdominales, apartando al instante la idea de su mente con un
movimiento de cabeza.
Llegaron a la prórroga y el entrenador le
preguntó si se encontraba bien. Él, que tan bien le conocía debía haber notado
algo.
-
Claro que sí,
entrenador –contestó.- Ganaremos.
-
Lo sé, no te
preocupes.
Marco Eusebio buscó con la vista el palco
donde sabía que estaba su familia con Emilio, su entrenador. Distinguió los
bultos de colores en las butacas, pero no pudo distinguir sus caras. Pudo
imaginarles pensando: Ese es mi hijo, ese es mi sobrino, ese es mi hermano.
Ese, el número ocho. Miradle, lo está dando todo. Está creando historia.
Tras el primer tiempo de la prórroga, a
Marco Eusebio le asaltó una duda: ¿Y si el partido llegaba a decidirse en los
penaltis? ¿Tendría igual validez el trato? No se lo habían especificado, y un
gol es un gol, pero todo jugador sabía que no era lo mismo. El momento
cambiaba. La expectación cambiaba y podía ser ridículo hacer una celebración
muy elaborada con un gol de penalti. En ese momento pensó que ojalá no llegaran
hasta allí, aunque fuera el otro equipo el que marcara y se llevara el
campeonato. Resultaba demasiada presión.
Las fuerzas flaqueaban y a falta de diez
minutos los dos equipos parecían haberse resignado. Las líneas defensivas
estaban más colocadas y corrían menos riesgos. Sólo parecía que Marco Eusebio
tenía aun fuerzas para correr tras los balones. Cuando la defensa de su equipo
se replegó para protegerse del ataque contrario pensó que el gol vendría de un
momento a otro, que marcarían y ahí se acabaría todo, sin tiempo ni ánimos para
remontar. Y entonces nadie podría decir que no se dejaron la piel en el campo.
Cuando el portero de su equipo amarró el balón sus miradas se cruzaron un
momento y Marco Eusebio entendió. Era algo que habían hecho en otros partidos,
una solución desesperada. Antes de que botara el balón para lanzarlo al otro
campo Marco Eusebio comenzó a correr en un sprint desesperado, atravesando la
línea del ataque y de la media antes de que la pelota tocara el suelo tras su
perfecta parábola por medio campo. El balón rebotó en el suelo y cuando el
defensa iba a controlarla con el pecho allí estaba Marco Eusebio, pura fibra y
velocidad, parar saltar delante suyo y hacer que el balón avanzase unos metros
hacia la otra portería. Cuando controló el balón con el pie y recorrió una
docena de metros para enfilar la salida del portero, el estadio enmudeció.
Ochenta mil personas en el campo aguantaron la respiración y mil millones en
sus hogares se levantaron para el último acto. Marco Eusebio amagó a la
izquierda, se fue a la derecha escorado, abriendo hueco para meter el balón si
era capaz de encontrar el ángulo.
Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda.
Hachazo en la cabeza,
Golpeó y la pelota pasó un segundo en el aire antes de entrar en
la red.
Sesenta y tres millones.
No había nadie de su equipo para celebrarlo.
Todos se habían quedado atrás, extenuados y expectantes.
Marco Eusebio tuvo aún fuerzas para correr a
la banda y erigirse delante de una de las cámaras del estadio.
Su cara en todas las pantallas. Su momento
de gloria final. Su pedazo de historia.
La gente comenzó a preguntarse por qué no
celebraba el gol. Se había quedado plantado delante de la cámara, callado y sin
hacer nada. Tanto que en muchos hogares se pensaron que había un problema con
la emisión.
Pasados unos segundos, se dio la vuelta y
corrió hacia los túneles del vestuarios. Todas las cámaras sigueron su carrera
y el número ocho de su espalda hasta que desapareció. Sus propios compañeros no
sabían si celebrar el gol o no, atascados en una situación que nunca se había
dado. El partido no había acabado y no quedaban más cambios. Se vieron
obligados a jugar con diez los dos últimos minutos en que los comentaristas no
hacían más que especular sobre el extraño comportamiento de Marco Eusebio, un
jugador que nunca había sido problemático.
-
Hay que estar ahí
–dijeron algunos.
-
La presión del
momento es insoportable –comentaron otros.
-
Son apenas niños.
Sólo Emilio, el agente de Marco Eusebio,
intuía lo que podía haberle pasado. Pero se cuidó de decírselo a nadie. Porque
no sabría explicarlo. Porque era posible que el propio Marco Eusebio tampoco
pudiera explicárselo y ahora estuviera en el suelo del vestuario, llorando y
haciendo abdominales.
Nadie le vio en la recogida del trofeo, cuando levantaron la copa y una lluvia de
confeti con los colores de su país certificó la victoria. Ni cuando su equipo recorrió las calles de
la capital mostrando el trofeo. Ni cuando se lo ofrecieron al presidente del
país y le regalaron una camiseta con la estrella que les distinguía como
campeones del mundo.
No salió en las fotos en los periódicos y
revistas. No apareció en los informativos ni fue a recoger la medalla al mérito
que le fue otorgada al equipo meses después.
No se presentó a la pretemporada de su
equipo tras las vacaciones. El entrenador habló con su agente en numerosas
ocasiones y este siempre respondió lo mismo: Démosle tiempo.
Mientras, Marco Eusebio no salía de su casa.
Pasaba los días y las noches en pijama, sentado en el sofá y jugando el
videojuego “La hora de Elric”. Cuando sus padres le decían que lo dejaran,
negaba con la cabeza y decía que no hasta que se pasara todas las fases con
todos los personajes.
Cada vez que mataba a un oponente, se
levantaba y hacía un baile. Un baile sencillo: Dos pasos a la derecha, dos a la
izquierda y un hachazo en la cabeza. Siempre sonreía.
No comments:
Post a Comment