Supongo que todo fue porque no conocía demasiado el cine
español. Pero empezó antes, mucho antes de que aquello pasara. Empezó a los
quince años, con mi primera novia, Victoria, una chica delgada y con el pelo
cortado a capas. No tenía mucho pecho pero movía muy bien la lengua, y cuando
tienes quince años eso es mucho más que suficiente.Después vino María a los
diecisiete, que tenía el culo muy duro y hablaba por los codos. Podía hablar
mientras se desgastaban las montañas. Con ella llegué hasta el final, pero tras
muchas horas mirando sus labios moverse sin parar llegué a la conclusión de que
no valía la pena, que las montañas no eran lo único que se desgastaba.
Tras ella llegaron Clara, Laura, Cristina, Verónica y algunas más que conocí en noches demasiado oscuras. Rostros que aparecían por unas pocas horas y después se evaporaban dejando una tremenda resaca en mi vida. Cada una me dio algo y se llevó algo. Todas me sonrieron en algún momento y muchas lloraron por mi causa. Yo también, porque de eso nadie se libra. Así que años después, todavía soltero, ya con casi treinta y cinco, sin haber hecho avanzar demasiado mi vida y viviendo aún con un compañero de piso, me compré un perro. Bueno, no lo compré, porque las perreras están llenas de perros que van a sacrificar e ir a una tienda de mascotas a comprar un cachorrito no hace sino apoyar la enorme rueda de crueldad e indiferencia. Un compañero de trabajo me ofreció un cachorro de su camada y a mí me pareció buena idea acogerlo bajo mi ala. Era una perra, así que la llame Lola, que me pareció un nombre genial para una perra. Tuvimos que aprender a entendernos el uno al otro, lo que, contrariamente a lo que se pueda pensar, resulta mucho más fácil entre especies. Ella sabía cuál era su lugar y yo cuál era el mío. Nos hicimos mucha compañía y a mí me ayudó a ordenar mucho mi vida. Porque Lola necesitaba que la diera de comer todos los días, que la llevara al veterinario de cuando en cuando y que la sacara a pasear dos veces al día, lo que limitaba mi tiempo de autocompasión en el sofá de mi casa. Mis amigo Carlos se reía a veces de mí y me decía que estaba obsesionado con Lola, porque no me gustaba dejarla sola y no transigía en marcharme de viaje sin ella. Y es posible que tuviera un poco de razón, o mucha, pero desde que la tenía me sentía bien, y eso era algo que no había ocurrido demasiado en mis treinta y cinco años de vida.
Tras ella llegaron Clara, Laura, Cristina, Verónica y algunas más que conocí en noches demasiado oscuras. Rostros que aparecían por unas pocas horas y después se evaporaban dejando una tremenda resaca en mi vida. Cada una me dio algo y se llevó algo. Todas me sonrieron en algún momento y muchas lloraron por mi causa. Yo también, porque de eso nadie se libra. Así que años después, todavía soltero, ya con casi treinta y cinco, sin haber hecho avanzar demasiado mi vida y viviendo aún con un compañero de piso, me compré un perro. Bueno, no lo compré, porque las perreras están llenas de perros que van a sacrificar e ir a una tienda de mascotas a comprar un cachorrito no hace sino apoyar la enorme rueda de crueldad e indiferencia. Un compañero de trabajo me ofreció un cachorro de su camada y a mí me pareció buena idea acogerlo bajo mi ala. Era una perra, así que la llame Lola, que me pareció un nombre genial para una perra. Tuvimos que aprender a entendernos el uno al otro, lo que, contrariamente a lo que se pueda pensar, resulta mucho más fácil entre especies. Ella sabía cuál era su lugar y yo cuál era el mío. Nos hicimos mucha compañía y a mí me ayudó a ordenar mucho mi vida. Porque Lola necesitaba que la diera de comer todos los días, que la llevara al veterinario de cuando en cuando y que la sacara a pasear dos veces al día, lo que limitaba mi tiempo de autocompasión en el sofá de mi casa. Mis amigo Carlos se reía a veces de mí y me decía que estaba obsesionado con Lola, porque no me gustaba dejarla sola y no transigía en marcharme de viaje sin ella. Y es posible que tuviera un poco de razón, o mucha, pero desde que la tenía me sentía bien, y eso era algo que no había ocurrido demasiado en mis treinta y cinco años de vida.
Vivíamos en un piso en palos de
frontera, cerca del retiro. Por la mañana sacaba a Lola al parque al lado de mi
portal a dar una vuelta, pero por la tarde era otra cosa. Me gustaba sacar un
bote de cerveza de la nevera y beberlo tranquilo mientras Lola tiraba de mí
camino del retiro. Ella sabía que allí la dejaba suelta, y sabía no alejarse
demasiado para no ponerme nervioso. Eso era lo que definía nuestra relación,
que ella sabía. Allí me sentaba en un banco y dejaba que la suave brisa (o el
calor sofocante o el frío entumecedor, según la época) me acariciara el rostro.
Pensaba en muchas cosas, que es el equivalente elegante de no pensar en nada, y
volvía a casa vacío de estrés y con una bolsa en la mano llena de mierda de
perro. Y no estaba mal, era un sustituto decente de la felicidad.
Esa tarde yo sostengo un bote
de cerveza en una mano al que voy dando sorbos cortos mientras camino y en
bolsillo una bolsa verde de plástico. Al llegar al retiro, a la explanada,
suelto a Lola y me siento en el mismo banco, tan usual que podría llevar mi
nombre grabado. Lola me mira un momento con sus ojos turbios antes de partir,
como siempre hace cuando le concedo ese remanso de libertad para ser ella
misma. Yo miro los árboles, sus hojas, los pájaros que sostienen sus ramas, y
dejo de pensar en mi jefe del servicio de correos y las constantes fricciones
que crea con todos los trabajadores del departamento. Las cartas desaparecen.
Los paquetes se hacen invisibles en mi cabeza y yo me dedico a tararear
canciones antiguas de cuando era adolescente y quemaba bares y noches al mismo
tiempo.
Entonces ella me dice algo, y
yo vuelvo rápido en mí, y como siempre que eso ocurre, dejé que una pequeña
parte de mí se retrasase un poco.
-
¿Es tuyo?
Yo la miro un momento y de
inmediato a mi alrededor buscando a Lola, que en ese momento lucha de forma
amistosa con otro perro, un terrier de patas cortas.
-
Eh.. sí.
-
¿Cómo se llama?
-
Lola.
-
¡No!
-
¿Qué ocurre?
-
El otro es mío. Se llama Lolo.
-
¡No!
Y entonces sonríe y yo la miro,
y no sé si por primera vez. Porque su cara me suena, me suena mucho. Comienzo a
repasar noches y bares y camas y calles en busca de ese rostro, pero nada me
viene a la mente excepto la sensación de que nos conocemos, de que no era la
primera vez que estamos frente a frente.
-
¿Qué edad tiene? –me dice, sin dejar de sonreír de
alguna forma.
-
Tres años.
-
Lolo siete. ¿Has pensado en la probabilidad?
-
¿De qué?
-
De que dos perros se conozcan en un parque cualquiera a
determinada hora de la tarde y se llamen Lola y Lolo.
-
Poca, sin duda –respondo yo.
-
Veamos las variables: La hora del día, la cantidad de
gente que pasea, cuánta de esa gente tiene perros, cuantos perros juegan juntos
en una hora...
Y comienza a hablar de los
perros y las variables. Y habla mucho. Pero con ella no es como si las montañas
se desgastasen, es como si ella creara otras nuevas. Y de pronto la miro y me
doy cuenta. No nos conocemos. Es decir, sí, pero ella no a mí. Es Elena Anaya,
la actriz. La actriz de las películas de Almodóvar y Julio Meden al que mi
compañero de piso Carlos es tan aficionado. Está aquí, a mi lado, y tiene un
perro. Es un terrier y se llama Lolo.
Ella es pequeñita, más de lo
que parece en pantalla. Pero pienso que es normal, que al fin y al cabo las
películas se proyectan en pantalla grande. En un determinado momento su
teléfono suena y se aleja un momento para hablar pidiéndome perdón, como si
hubiera hecho algo malo.
Yo saco el teléfono de mi
bolsillo y llamo a Carlos. Se pone tras tres timbrazos. Yo estoy frenético.
-
Carlos, escúchame –le cortó antes de que diga nada, y
es que Carlos es muy dado a decir gilipolleces por teléfono-. Estoy en el parque con Elena Anaya.
Carlos enmudece un momento
antes de contestar.
-
¿Qué Elena Anaya está en el parque?
-
Sí, pero que estoy con ella, que estamos hablando.
-
¿Qué?
-
Su perro se llama Lolo.
-
¿El de Elena Anaya?
-
Sí.
-
¡Y el tuyo Lola!
-
¡Sí!
-
¿Se lo has dicho?
-
¡Me lo ha dicho ella!
Entonces Elena acaba su
conversación, y camina hacia mí con una sonrisa.
-
¿Pero cómo? ¿Qué ha pasado?
Y yo corto a Carlos.
-
¡Luis, dime algo!
-
Sí, claro que sí. Ya hablamos. Un abrazo.
Y todavía consigo oír sus
quejas antes de colgar.
-
Perdona –me dice Elena Anaya-. Tenía que cogerla.
-
Sí, yo también –contesto.
-
¿Siempre vienes a esta hora del día?
Y le cuento que la saco por la
mañana al lado de mi portal antes de ir al trabajo, pero por la tarde vengo al
parque, porque puedo soltarla y así está más libre.
-
Es bueno verlos correr, ¿verdad?
-
Sí. Me da paz.
Ella no contesta y me mira un
momento. Y puedo sentir su mirada, la mirada de las películas en pantalla
grande, grabada con cámaras caras y directores famosos.
Cuando se marcha me dice adiós
y mueve la mano, y tiene una mano pequeña como ella, pero es un gesto que me
llevo conmigo todo el camino a casa. Se me ha olvidado recoger la caca de Lola
y tengo once llamadas perdidas de Carlos en mi teléfono.
Paso la noche hablándole de lo
que me ha ocurrido esa tarde y bajándome películas de Elena Anaya, algunas que
ya conocía y otras, algunas, que dudo que nadie haya visto. La verdad es que
para ser tan pequeñita, ha trabajado mucho.
Al día siguiente no aparece por
el parque. Espero y espero pero cuando comienza a caer la noche acepto la
evidencia y me vuelvo a casa pensando que ha sido algo de una sola vez, que una
mujer que tiene tantas películas por descargar debe tener demasiados proyectos
en marcha como para ocuparse demasiado en sacar a pasear al perro.
Pero a los perros hay que
sacarles dos veces al día, a la mañana y a la noche. Si no se cagan en el
parquet y tus compañeros de piso de quejan. Eso lo sabe todo el mundo.
Vuelvo a casa caminando con
Lola a mi lado. Me mira y creo que sabe cómo me encuentro. Lola capta esas cosas.
Y es que no sé qué me daba más miedo, que viniera o que no lo hiciera. Porque
no sé de qué se habla con una actriz que ha grabado películas con Medem y
Almodóvar. Porque yo trabajo en correos y los buzones no me dicen nada. Paso la
noche pensando en ella, y tengo miedo de que vuelva mañana y tenga que hablar
con ella.
Al día siguiente sí aparece. Y
está allí, mirando hacia los lados con su perro Lolo corriendo a su alrededor,
esperando olfatear los traseros de otros perros. Cuando me ve venir se aparta
el pelo con la mano y sonríe. Entonces me falta el aire y me tengo que
tranquilizar, me digo que ella es una persona y yo soy otra persona, igual que
los nuestros son dos perros.
-
No sabía si vendrías hoy –me dice.
-
Ayer no viniste –contesto. Y nada más decirlo pienso en
que suena como una acusación, y espero que ella no se lo tome así.
-
Buf, tuve una liada tremenda. Me tuvo que sacar el
perro una amiga.
Y es que los perros hay que
sacarlos dos veces al día. Y llevarlos al veterinario de vez en cuando. Y acariciarles
mientras miras una película.
-
Ya, a Lola la tuve que sacar yo- contesto. Y es que mi
compañero de piso nunca saca al perro.
Y entonces ella comienza a
hablar de perros, y hay que ver las cosas que sabe. No sólo del terrier Lolo,
sino de mi Lola, que ella cree que es una mezcla de Labrador con Pointer. Y
mientras ella desgrana palabras yo me relajo, porque hay algo hipnótico en la
manera en que sus dientes asoman mientras abre los labios, esos mismos que a
veces ocupan una gran pantalla. Entonces yo mismo soy capaz también de hablar,
de decir cosas interesantes sobre Lola y la forma en que la trato. Elena
asiente y los perros corretean a nuestro alrededor, y junto a ellos el resto de
habitantes de Madrid, que de pronto, en ese parque, ya no parece esa ciudad
hostil. Ella emprende el camino a su casa y yo a la mía, y yo me voy con una
media sonrisa, y tengo la sensación que ella también. A mi lado, ya sujeta por
la correa, Lola menea la cola.
Esa noche veo su primera película, “África”. No es como las
películas que he visto y no sé bien qué pensar, pero tiene algo que me
disturba, y no sé si eso es bueno o malo. Carlos no hace más que preguntarme
por cómo es Elena (y es que ahora me doy cuenta que comienzo a llamarla en mi
cabeza por su nombre de pila), pero siempre le doy evasivas. El tiempo que paso
con ella son los primeros momentos realmente míos.
Seguimos quedando a pasear los
perros. Cuando yo no estoy, me espera. Cuando ella no está, la espero. Nunca
nos decimos nuestros nombres de pila y nunca hablamos de temas personales. Sólo
de perros, del tiempo y de las personas que vemos en el parque. Creo que es
quizá la relación más perfecta que he tenido en mi vida, una eterna charla de
ascensor que nunca me hace sentir incómodo y me conecta un poco más con un
mundo que no siempre comprendo.
-
¿Y nunca os decís los nombres? –me pregunta Carlos, que
no se lo cree aunque se lo he contado cien veces.
-
Nunca.
-
¿Y cómo os llamáis?
-
No nos llamamos –respondo-. Simplemente estamos ahí.
-
Tengo que verla.
-
No.
-
Por favor.
-
Si te veo un día allí, me mudo de casa.
Y no dices más y asiente,
porque sabe que voy en serio. Y aunque ni yo mismo puedo creérmelo es cierto,
sería capaz. Y no se por qué.
Esa misma noche veo “Familia”,
y en la escena en la que el actor que hace de padre le pregunta a cuántos de
sus novios se la chupa comienzo a reírme a carcajadas, sin control, tanto que
Carlos entra en mi cuarto y yo apago la televisión.
-
Es algo de lo que me he acordado –le digo-. Cosas mías.
Y cuando me meto en la cama me
acuerdo del final de esa secuencia, del “De puta madre” con que Elena la
cierra, porque es como me siento yo en ese momento, antes de dormir, pensando
en ella.
Nunca fantaseo con que pudiera
ocurrir algo entre los dos. Lo evito. Lo evito tanto que si fuera un cadáver en
el suelo podría marcarlo con mis pisadas fuera de la línea, así lo evito.
Porque sería el final de esto y pasaría a ser otra cosa, quizá mejor, pero
inevitablemente distinto. Y esa pequeña burbuja de perfección se rompería, como
todo acaba rompiéndose tarde o temprano. Como se rompieron mis relaciones con
Victoria, María, Clara, Laura, Cristina, Verónica y las demás. Porque el que el
algo empiece es el primer paso para que acabe, y a eso no estamos dispuestos,
ni Lola ni yo. Y fantaseo con que Elena tampoco está dispuesta.
Hay días que hace frío, pero a
los perros hay que sacarlos igual. Nos subimos las solapas de las chaquetas y
seguimos hablando, a veces con vaho saliendo de nuestras bocas. Una vez aparece
con dos tazas de té, de esas térmicas, y me ofrece una. La sostengo cálida
entre mis manos.
-
Ten cuidado, no te quemes –me dice Elena-. Está
caliente.
-
Gracias –contesto. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos
para no echarme a llorar allí mismo.
La gente me dice que me ve
mejor, que sonrío más. Y puede que sea cierto. La verdad es que me siento bien
y sé más de perros de lo que he sabido nunca. Ordeno las cartas en la garita de
correos canturreando por lo bajo, y los compañeros me miran. Yo les sonrío e
imagino mi sonrisa en una pantalla grande de un cine, como la de Elena. Y creo
que descubro que en realidad tengo un cine muy grande para mí sólo, con enormes
y mullidas butacas y un moderno equipo de sonido. Y que es un cine que siempre
llevo conmigo y al que puedo invitar a quien quiera, aunque por ahora sean
sesiones a puerta cerrada. Y es que dejar pasar a alguien es saber que llenaran
el suelo de palomitas y manchas pegajosas de refresco, y me gusta mi cine
inmaculado como está. Una compañera de trabajo, Esther, con el pelo rizado y
sonrisa de niña pequeña me dice que podríamos toma algo algún día, y le
contesto que quizá, pero que tengo que sacar a mi perro porque mi compañero de
piso se niega. Me dice que me podría acompañar a sacarlo una tarde, pero le
digo que no, que es mucho lío, que no se preocupe. Y siento que mi indiferencia
le hace daño, pero creo que es lo que debo hacer. Que ella tendrá que
acostumbrarse, porque el mundo no nos hace caso a ninguno.
El verano llega y me entero de
su cumpleaños en la wikipedia. Ese día nos refugiamos debajo de un árbol y ella
no hace ninguna mención, y yo tampoco digo nada. Pero me siento muy especial
por pasarlo con ella, aunque luego se vaya a una fiesta repleta de actores y
directores famosos y reciba regalos caros y perfumes y estolas y esas cosas que
recibe esa gente. Pero nos ha dedicado unos minutos a Lola y a mí, y eso es más
de lo que ha hecho mucha gente en mi vida. Tengo un perro, tengo buenos amigos
y la tengo a ella, y sólo por eso cada día es mi cumpleaños.
Ese día, al despedirse, me
dice:
-
¡Adiós, Luis!
Y se va. Y yo no sé cuándo
puede haberse enterado de mi nombre, como se supone que yo no sé el suyo. Y no
me gusta, porque hay algo que no comprendo. Y repaso y repaso y repaso
conversaciones pensando, y trato de dilucidar nuevas formas de enterarse del
nombre de alguien.
Hablo con mi compañero Carlos y
le cuento lo sucedido.
-
Te está buscando, tío. Te está dando pistas- me dice.
-
¡Qué dices!
-
Las tías hacen eso. No te entran a lo bruto como
nosotros. Ellas siembran el camino de migas de pan para que llegues hasta
ellas.
-
Carlos, por favor, no tienes ni idea de mujeres.
-
Eso es verdad. Pero lo hacen.
-
Y además ella es Elena Anaya. Ella no necesita migas de
pan. Con chasquear los dedos le deben caer los tíos a patadas.
-
Y tíos guapos, además. Actores de cine y modelos,
seguro.
-
Es que no sé cuándo ha podido oírlo.
-
Quizá te está investigando.
-
¿Por qué no preguntarme?
-
¿Le has preguntado tú a ella?
-
No.
-
Pues eso.
Y ahí lo dejamos, porque no
sabemos qué más decir. Pero me doy cuenta de algo, y que no sé si ella sabía que
yo sabía su nombre. Igual ella cree que no sé quién es. Porque esas cosas
pasan, porque por muy famoso que seas te encuentras gente que no te ha oído
nombrar nunca. Yo podría ser una de esas personas. Quizá por eso le gusta estar
conmigo, porque no sé quién es. Quizá si le digo que conozco su identidad se
rompa la magia y se vaya.
He roto la magia tantas veces
con tantas chicas que ya conozco el proceso.
Esther, la chica de mi trabajo,
sigue insistiendo en quedar a tomar algo conmigo. Pero yo no sé cómo decirle
que estoy demasiado ocupado pensando en si Elena Anaya sabe quién soy.
Paso un par de días sin sacar a
Lola por el retiro. Me conozco, estaría demasiado tenso y diría alguna
estupidez.
Al final tengo que ir, claro.
No lo puedo esquivar siempre y pasar más noches sin dormir. Me doy una ducha,
pongo a Lola la correa y marcho para el retiro. Al principio ella no está, y
eso me da esperanza, pero después viene, y me saluda.
-
¿Qué tal?
-
Muy bien Elena. ¿Qué tal tú?
Ella se calla y se me queda
mirando. Y ahí está, la magia rota. Vista en directo, de cerca. Cómo su gesto
se vuelve adusto y su nariz se frunce.
-
¿Por qué me llamas Elena?
-
Porque sé quien eres.
-
¿Y quién crees que soy?
-
Elena Anaya.
Da dos pasos atrás. Yo estoy a
punto de dar dos pasos adelante, pero me contento.
-
No soy Elena Anaya.
-
¿Cómo que no?
-
Que yo no soy Elena Anaya.
-
¿Y quién eres?
-
¿Creías que era Elena Anaya durante todo este tiempo?
-
Eh...
-
¿En serio?
-
Bueno, sí. ¿Y cómo sabes t mi nombre?
-
Lo escuché por el teléfono el primer día que nos vimos,
cuando hablaste con tu amigo.
-
Y no me has dicho que lo sabías. Yo creía que...
-
Que era Elena Anaya.
-
Sí. Pero no lo eres.
-
No.
-
¿Y quién eres?
No me lo dice. Y no sé si está
enfadada o decepcionada o triste, porque no sé interpretar los gestos de las
mujeres. Nos despedimos con un sentimiento extraño, como si nos hubiéramos
equivocado de ascensor y hubiéramos hablado todo este tiempo con alguien que ni
siquiera era de nuestro edificio, con el que no teníamos nada en común. Toda
esa información sobre el tiempo y las razas de perro vertidas en la persona
equivocada.
Cuando se lo cuento a Carlos
apenas se lo puede creer. Me acusa de haberle tenido en vilo durante meses con
una historia falsa, pero al final se calma. Y es que ni siquiera sé si yo mismo
me siento enfadado o decepcionado o triste, porque también me cuesta
interpretarme a mí mismo. Ni Carlos ni yo nos podemos creer que después de
verme todas sus películas pudiera equivocar su rostro cada día. Quizá cada uno
de nosotros sólo ve lo que quiere ver. A veces quieres ver a Elena Anaya y la
ves. Es tan simple como eso.
Acepto la insistencia de mi
compañera de trabajo y acabo tomando algo con ella. Y aunque en el trabajo
siempre es tímida y cohibida, tras un par de cervezas parece transformarse en
otra persona, y un par de citas después ya ni siquiera necesita ese par de
cervezas. No es Elena Anaya, claro esta, pero tampoco lo era la chica del
parque.
Tardo un tiempo, pero acabo
volviendo al retiro. Con Esther y Lola. Y no sé si la chica que no es Elena
Anaya estará con Lolo, y no sé cómo se tomará que vaya con alguien más. Pero
hay tantas cosas que no sé en esta vida que no me puedo preocupar por todas.
Así que voy y no le doy más vueltas.
Ella está con Lolo. Y yo le
presento a Esther. Y ella le da dos besos.
-
Hola, soy Esther –dice ella.
-
Yo soy Marian- contesta.
Y me mira de reojo. Y es que
así se hace. Ahora lo sé.
Ahora lo sabemos todos.
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