Le pregunté cómo se llamaba. Ya llevaba hablando con ella
un rato y se me hacía raro no saber su nombre.
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Me llamo L.
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¿L? ¿Nada más?
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Nada más –contestó.
Y se quedó callada como si ese “nada más” lo
explicara todo. Era pequeña y calzaba botas altas de suela muy gruesa, de esas
para matar bichos. Tenía un pendiente en el labio que le hacía hablar con un
deje extraño, como si fuera extranjera.
Yo tenía dieciséis años. Ella aparentaba
doce mal llevados.
-
¿Y tú? –me preguntó.
-
Carlos.
-
¿Nada más?
La miré y sonrió. Tenía una forma rara de
sonreír, con aquel pendiente colgando. Entonces supe que nos llevaríamos bien.
Yo llevaba una bolsa de pipas y las íbamos comiendo al tiempo que tirábamos las
cáscaras al suelo del parque.