Wednesday, October 16, 2013

"L"


Le pregunté cómo se llamaba. Ya llevaba hablando con ella un rato y se me hacía raro no saber su nombre.
   -         Me llamo L.
   -         ¿L? ¿Nada más?
   -         Nada más –contestó.
Y se quedó callada como si ese “nada más” lo explicara todo. Era pequeña y calzaba botas altas de suela muy gruesa, de esas para matar bichos. Tenía un pendiente en el labio que le hacía hablar con un deje extraño, como si fuera extranjera.
Yo tenía dieciséis años. Ella aparentaba doce mal llevados.
   -         ¿Y tú? –me preguntó.
   -         Carlos.
   -         ¿Nada más?
La miré y sonrió. Tenía una forma rara de sonreír, con aquel pendiente colgando. Entonces supe que nos llevaríamos bien. Yo llevaba una bolsa de pipas y las íbamos comiendo al tiempo que tirábamos las cáscaras al suelo del parque.

-         ¿A qué hora te tienes que ir? –quise saber.
-         A ninguna. No tengo hora.
Yo me extrañé. Todos teníamos hora. Todos teníamos que cenar.
-         ¿No cenas?
-         No me gusta mucho comer. Mi madre y yo siempre andamos a la gresca con lo mismo.
-         Bueno, si no fuera eso, sería otra cosa.
-         Tú lo has dicho –contestó.
Iba al colegio María Isabel, al otro lado del barrio. Yo iba al Santa Margarita, un par de calles más allá. Era raro hablar con alguien de otro colegio, que supieras que tenía otros profesores. Que escribiera en otras pizarras. Como hablar con alguien de otro planeta. Tan distintos pero todos basados en el carbono.
-         Mira eso- señaló.
Un perro se vino hacia nosotros. Un perro pachón de patas cortas y orejas largas. Detrás de él, como el viento tras la tormenta, un chico. Diecisiete años y zapatillas caras.
-         ¿Es tuyo? –pregunto L.
-         Claro –dijo el chico-. ¿Te gusta?
-         Me encantan los perros.
Y comenzó a acariciarlo. Yo quise decirle que dejar de hacerlo, que ese perro no era suyo, y a él que nos dejara en paz, que esa chica no era suya. Pero no lo dije y ninguno pudo hacerme caso.
-         Él es Carlos –dijo L., sin dejar de acariciar al perro.
El chico me tendió la mano, muy adulto. Yo se la apreté, qué podía hacer, pero él me la apretó más. Muy adulto. Sonrió y dijo:
-         Yo soy Manuel.
-         Ella es L. –apunté yo.
-         ¿Nada más?
-         Nada más –me apresuré yo a decir. L. no levantó la vista en ningún momento.
Se quedó un buen rato hablando con nosotros, es decir, con L. Yo me limitaba a sentirme incómodo y a asentir de vez en cuando. Él estaba en último curso, y ella en segundo. Cuatro años de diferencia. Y pese a la diferencia de edad y que asistían a distintos colegios, él supo encontrar todos los temas de conversación que yo no pude. Hablaron de asignaturas, de ropa, de grupos musicales que yo desconocía. Yo estaba allí, aumentando las cáscaras de pipas a mi alrededor.
Llegado un punto nos dijo que se tenía que marchar.
-         Tengo qué hacer –anunció.
Claro que tenía que hacer. Tenía que cenar. Como todos. Todos menos L.
Le tendí la mano al despedirse. Intenté apretar fuerte, pero él apretó más.
Entonces ella y yo continuamos con lo nuestro. Yo no sabía de ropa ni de  grupos musicales. Yo no sabía apenas de nada.
-         Vaya chico –dijo.
-         ¿Por?
-         Ha mandado el perro hacia aquí para conocerme. ¿No lo has visto?
-         No.
-         Pues lo ha hecho. Pero es tonto. Me gustas más tú. No hablas mucho, y eso siempre es bueno. Le da a una tiempo para pensar.
-         Ya –contesté yo, buscando desesperado una respuesta- . ¿Te gusta pensar?
-         No hago otra cosa.
-         ¿Y en qué piensas?
-         Una amiga mía tiene un canal de videos donde cuelga las canciones que toca con la guitarra.
-         Ah, qué chulo.
-         ¿Tú crees? A mí no me gusta. Siempre está hablando de las visitas, de cual es el video más visto. Si de verdad le gustara tocar la guitarra, la tocaría, pero no se lo enseñaría a nadie, ¿no? Es lo que yo haría.
-         ¿Pero tú tocas?
-         No. Pero si lo hiciera, lo haría en mi cuarto, con apenas luz para ver las cuerdas de la guitarra. Porque sería algo mío. Mi canción, mi música. No puedes compartir todo lo tuyo con los demás, ¿no crees?
-         Claro, porque entonces no te queda nada.
-         ¡Exacto! –gritó, y se giró y me sonrió-. ¡Eso es! Tú lo entiendes. Pero ella no. Porque ella sólo quiere más visitas. Como si eso sirviera para algo. Eso no tiene nada que ver con la música. No tiene nada que ver contigo. Ni conmigo. Porque nosotros no somos así.
Dijo “Nosotros” como si fuésemos algo. Una pareja, o amigos muy cercanos. Como si formásemos un grupo los dos solos. Me gustó cómo lo dijo.
-         ¿Nunca has pensado en tomar clases de guitarra?
-         No puedo.
-         ¿Por?
-         No tengo paciencia. Soy una de esas chicas que no tienen paciencia para nada. Y así me va, claro. Sin saber tocar la guitarra. Pero hay otras cosas.
-         ¿Cómo qué?
-         Bueno, no sé.
Entonces no lo sabía, pero ahora lo sé. Éramos muy jóvenes para saber nada.
-         ¿Tú haces algo?
-         ¿Algo de qué?
-         Algo aparte de ir al colegio. Si juegas al fútbol o construyes maquetas o lees libros...
-         Cómics –respondí yo-. Me gustan los cómics.
-         A mi hermano también. Y me río de él por eso, pero contigo no lo haré.
-         Bueno, gracias.
-         Sólo lo hago por chincharle. Ya sabes, cosas de hermanos.
-         Sí.
-         Él me chincha con otras cosas. Y es un chivato. Pero es mi hermano y en fondo yo me moriría si a él le pasara algo, ¿sabes? Es así. Pero eso no quiere decir que nos llevemos bien.
-         ¿Es mayor o menor que tú?
-         Un año menor. Creo que mi madre se quedó embarazada casi después de mí. ¿Tú tienes hermanos?
Le hablé de mis dos hermanos, y de cómo compartía habitación con uno de ellos. Le hablé de los posters que ocupaban su pared y de mi estantería de comics. Y ella escuchaba. Me refiero a que se quedaba allí y me miraba fijo y me escuchaba, no esperaba para hacer nada más. Y eso era algo que no me había pasado nunca.
Empezaba a hacer algo de frío, pero yo me aguanté. Me dije que si ella no decía nada, yo tampoco lo haría.
-         ¿Tú no estás deseando que tengamos edad para empezar a beber?
-         Bueno, nunca lo había pensado –respondí-. ¿Por qué?
-         No vamos a estar toda la vida comiendo pipas, ¿no? Pero sé que habrá que tener cuidado. Un par de chicos de mi colegio ya han tenido problemas. Y es que se lanzan a todo, y eso no puede ser.
-         Hay que tener cuidado, sí.
-         Tú sabrías controlarme, seguro, Me dirías: L., ya has bebido demasiado. Y me cogerías del brazo y me llevarías a casa. Y yo pasaría todo el camino diciéndote: Carlos, eres un aguafiestas. ¡Lo estábamos pasando bien! Pero no sería verdad. Tú lo sabrías y por eso me llevarías a casa. Tienes pinta de saber ese tipo de cosas. Y entonces me dejarías en mi portal y me dirías: Buenas noches, L. Descansa. Ya hablaremos. Y te irías. Y yo me quedaría en el portal viéndote marchar y me sentiría fatal, porque es terrible ver  a alguien marcharse. Es lo peor que te puede pasar.
-         Lo haría por tu bien –contestó yo.
-         Todos hacen todo por nuestro bien. Pero a lo mejor eso no es lo que necesitamos. A lo mejor necesitamos que nos salgan las cosas mal de vez en cuando. Para eso bebería yo.
Yo no supe qué contestar así que no dije nada. Pero creo que eso era lo que ella quería. Soltarlo y sentirse bien. A mí también me había pasado.
-         Oye, me tengo que ir –me dijo de pronto-. Si llego más tarde, mi madre me va a matar.
-         Sí, yo también debería ir yéndome.
-         Además empieza a hacer frío.
Me miró un instante, quieta, y sonrió. Una sonrisa dulce.
-         Oye, ¿te puedo besar?
Yo tardé en contestar.
-         Eh, claro.
Se acercó hasta que las puntas de nuestras narices se tocaron. Entonces giró la cara y apoyó sus labios en los míos. Los movió hasta envolver mi labio inferior con los suyos. Sentí su pendiente contra la punta de mi lengua.
-         Sabes salado –me dijo-. ¿Sabes? Nunca había besado a nadie. No está mal.
-         ¿Y por qué yo?
-         No íbamos a comer pipas toda la vida...
Esta vez fui yo el que sonrió.
-         Nos veremos por aquí, ¿no?
-         Eso espero –contesté-. Claro.
-         No me cambies mientras tanto, ¿vale?
Y se dio la vuelta y comenzó a andar. Yo la miré alejarse y la entendí. Ver a alguien marchar es lo peor que te puede pasar.
Llegué tarde a la cena y mis padres me echaron la bronca, pero no me importó. En ese momento estaba en una nube de la que me costó tiempo bajar. Yo tampoco había besado nunca a nadie.
No la volví a ver nunca más. Ni en el parque ni siquiera a la salida de su colegio a donde fui un par de veces.
Aún hoy la recuerdo y sólo deseo que no esté bebiendo por ahí.



©  “L.” Santiago Pajares. 20 de Abril de 2012

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