Hacía
un ruido monótono, tanto que podía llegar a adormecerte, como un mantra
repetido millones de veces. Los rodillos delanteros rotaban hacia dentro,
empujando las bolas hacia un tubo de succión que las llevaba al depósito
trasero. Cuando estaba lleno se encendía un piloto rojo junto al volante. Ese
era el momento de volver. Esto podía tardar alrededor de una hora. Durante ese
tiempo el sonido de los rodillos me ensoñaba. Mantenía la cabeza ocupada y
pensaba en mis clases, en el dinero que mis padres tenían que aportar para que
pudiera estudiar en la universidad, pero sobre todo pensaba en ella. Se llamaba
Carla. Era delgada, tenía un pelo lacio que le llegaba casi a la cintura y
mucha gente la consideraba altiva, pero yo creía que era tímida. Tenía los ojos
azul claro y trabajaba en la tienda de la entrada del campo vendiendo palos,
guantes, bolas y ropa deportiva. Como el mío, era un trabajo a media jornada
para compaginarlo con las clases.
Una bola golpeó en la chapa del carrito y el
estruendo me sobresaltó. Como un imbécil, el golfista grito:
- ¡¡Hurra!!
Los cabrones apuntaban al carrito. Tenían
cerca de cuatro mil metros cuadrados para lanzar la bolas, pero preferían
apuntar al carrito que las recogía. Siempre que acertaban gritaban de alegría
como si les fueran a dar un premio. Por eso el habitáculo estaba protegido por
chapas metálicas. Era la diferencia más palpable entre nuestras situaciones.
Ellos pagaban por tirar bolas y a mí me pagaban por recogerlas. Ellos tenían
dinero y yo no.
Trabajaba de nueve de la noche a dos de la
mañana. Antes de irme tenía que dejar el campo impoluto de bolas para que el
primer jugador de la mañana tuviera el placer de ensuciar el verde inmaculado
con sus puntos blancos, uno detrás de otro, hasta vaciar el cubo. La hora punta
era entre las nueve y las diez, momento en el que la mayoría de los golfistas
en prácticas volvían a sus casas para cenar con su familia. Pero siempre había
gente solitaria, ejecutivos o trasnochadores que se quedaban hasta última hora
golpeando bolas y pensando en sus cosas, sus negocios o sus parejas. Eran como
ese hombre en la barra del bar que apura las horas hasta el cierre por miedo a
volver a una casa vacía, solo que con más dinero.
Carla vendía en la tienda cajas de
veinticinco bolas a quince euros. Yo llenaba un depósito grande como un
contenedor de basura una y otra vez, lo vaciaba en las máquinas expendedoras de
la entrada y repetía. Una y otra vez, sólo interrumpido por el sonido de las
bolas golpeando en el carrito y los gritos de celebración de los golfistas.
El recinto era casi semicircular. En dos
pisos se repartían pequeñas superficies de césped artificial separados por
rejas donde los jugadores emplazaban la bola antes de golpearla con el palo
emitiendo un ruido sordo. A su lado tenían una bolsa llena de palos y un cubo
de plástico a rebosar de pelotas. Yo estaba más abajo, en el césped, con mi
carrito como chaleco antibalas, pensando en mis cosas. Aunque a los
trabajadores del club nos hacían precios especiales en la comida, la verdad es
que siempre nos sacaban algo de la cocina cuando el gerente no miraba. Todos
los que trabajábamos allí éramos estudiantes, jóvenes, delgados. Inocentes. Como les gustábamos a los jefes.
Tardé más de dos meses en acercarme a ella.
Parapetada tras el mostrador me parecía preparada para resistir los embates de
cualquier pretendiente, más de mí, que a mis veinte años todavía tenía restos
de acné y el pelo ensortijado. La miraba vender palos de golf, los mismos con
los que luego los clientes mandaban lejos las bolas que yo tendría que recoger.
Al principio me limité a cosas sencillas como ‘Hola’ o asentimientos de cabeza
que pretendían ser saludos. Nos cruzábamos en la cafetería, siempre con un
sándwich de por medio y un café para aguantar la jornada. Traté de coincidir
con ella mil veces, tantas como días trabajamos juntos, pero no había manera.
Mi plan era encontrarnos en la cola de la comida y empezar a hablar para irnos
a la mesa juntos de una forma natural, no premeditada. Pero siempre era yo el
que llegaba pronto, o ella tarde, o ambos a distintas horas. Sea como sea
acabábamos en distintas mesas, separados unos pocos metros, esa distancia tan
corta y a la vez tan larga. Acabado nuestro refrigerio cada uno volvíamos a
nuestro lugar, ella a vender palos y yo a recoger bolas. Formando parte pasiva
de ese deporte que es el golf.
No creo que supiera mi nombre. Sólo era el
chico que recogía bolas con el carrito.
Tenía que idear un plan para acercarme a
ella. Tenía que encontrar la forma de vencer mi timidez. El tiempo para pensar
no era un problema. Sentado en mi carrito le daba vueltas al asunto al tiempo
que recorría el campo recogiendo bolas, llenando el depósito, volviendo a
rellenar las máquinas y regresando al campos con su eterno verde, un verde que
sólo conseguían los ricos. Lo tuve tanto tiempo delante de mí que me costó
mucho verlo, como suele ocurrir cuando la respuesta es enorme. Cuando se me
ocurrió la manera, bajé del carrito y, arriesgándome a recibir un bolazo de
algún jugador, recogí una de las bolas, igual a los otros millones de bolas y
la guardé a buen recaudo en el bolsillo de mi chaqueta. Aquella noche, en la
madrugada, sentado en mi cuarto de la universidad, iluminado sólo por un flexo
y armado con un rotulador, pensé en las palabras que debía escribir en ella. No
soy un hombre de letras, como tampoco lo soy de acción. En general, no soy un
hombre de nada. Pasé mucho tiempo garabateando en un cuaderno. No podrían ser
muchas palabras porque el espacio era reducido. Escribí y escribí y escribí
hasta dejar el cuaderno tan sucio como mi cabeza. Con los primeros rayos del
amanecer cogí la pelota y escribí: “Te invito a un café. Rafa”.
Al día siguiente me aseguré de comer mi
sándwich antes que ella. Cuando ella terminó el suyo me oculté en el recibidor
y esperé al cambio de turno. Cuando su compañero de día se marchó y ella se
metió en el almacén corrí hasta el mostrador y dejé la pelota encima del
pequeño green de césped artificial que usaban a modo de atrezzo para dejar las
vueltas. Corrí hacia mi carrito, hacia ese pequeño espacio blindado a salvo del
mundo.
No sé qué esperaba que pasara. Si ella debía
venir corriendo hacia mí con una respuesta, o encontrarme a la salida de la
cafetería al día siguiente o ya puestos aparecer desnuda en mi cuarto de la
facultad. La verdad es que había estado tan ocupado pensando en qué escribir en
la bola que no planeé un medio para que ella me diese una respuesta. No tenía
siquiera mi teléfono.
Pasé el resto de la jornada meditabundo,
dejándome adormecer por el runrún de los rodillos y las bolas recorriendo el
tubo de succión hasta el compartimiento trasero. Cuando me bajé del carrito a
la entrada del campo la vi en uno de las casetas, mirándome. Me enseñó una bola
donde pude apenas vislumbrar los rastros de un rotulador rojo, frente al negro
que yo usé. La puso en el tea y cogió una madera, una de las más caras de la
tienda y que ella había vendido a tantos jugadores. Con un ademán hipnótico lo
balanceó de atrás adelante y en un movimiento oscilatorio perfecto golpeó la
bola, que salió despedida hasta casi perderse en la distancia y dar su primer
bote cerca de uno de los bunkers de arena del fondo. Una vez realizado el
movimiento, me sonrió de una manera que no la había visto hacer nunca. Una
sonrisa franca, abierta, sin rastro alguno de timidez. Casi riéndose volvió a
la tienda y desapareció de mi mirada.
Miré el campo, con sus miles de bolas de
golf blancas, tratando de delimitar con la mirada la zona donde podría haber
caído. Volví a subir al carrito y avancé hasta allá. Me bajé y comencé a buscar
con la mirada primero y después con las manos, volteando cientos de bolas, sin
importarme los nuevos lanzamientos que trataban de impactar en el carrito. Ella
me había respondido y me había impuesto una prueba. Y mientras el héroe luchaba
con el dragón, la princesa esperaba en el castillo.
Pasé cuatro días revisando las miles de
bolas del recinto, casi una a una. Buscando los trazos rojos que formaban la
respuesta. Llegué a conocer las bolas como a amigos imaginarios: La de la
muesca morada, la del agujero en forma de pera, la del desconchón, la amarilla
limón... Al final, desconsolado, me rendí. Lancé las bolas con las manos por el
campo, grité la injusticia de mi situación y me sentí triste y desconsolado.
Cuando faltaban un par de horas para acabar mi turno, me acerqué a la tienda y
me hablé con Clara por primera vez, empleando palabras en vez de bolas de golf.
Le dije:
- No he sido capaz de
encontrarla.
- Es que hay ciento de
bolas –dijo ella.
- Miles.
- Bueno, eso no quiere
decir que no nos podamos tomar ese café, ¿no?
Y salió del mostrador. Y yo, que ya no
pensaba en la victoria, me la encontré en las manos. Seguí a Clara a la
cafetería donde recogió un par de vasos térmicos de café. Me preguntó:
- ¿Azúcar?
- Sí –contesté yo-. Dos
sobres.
- A mí también me gusta
dulce –contestó ella. Y cogió cuatro sobres de azúcar.
Fuimos caminando al campo y se
ofreció a decirme el lugar donde ella creía que había caído la bola. Subimos en
el carrito y me indicó un lugar un poco más allá de un bunker de arena, pero no
el del fondo, sino uno más cercano. Nos bajamos y nos dedicamos a meter los
brazos bajo unos matorrales a ver si la encontrábamos. Tras unos minutos,
desistimos entre risas.
- Me la tendrías que
haber tirado un poco más cerca -dije.
- Es el palo, que es
muy bueno y te ayuda a llegar más lejos. Grafito y aluminio. Último modelo.
- Pues ese palo me ha
hecho polvo.
- Bueno, pero nos ha
traído hasta aquí, ¿no?
Y comenzamos a hablar. Y lo
que yo supuse que era timidez se convirtió en frescura, y lo que muchos
consideraron altivez se tornó en sonrisas y bromas. Teníamos el trabajo y la
universidad en común, así que no nos faltaron temas de conversación. Nos
quitamos los zapatos y plantamos los pies en la arena del bunker como si
estuviésemos en la playa. No había ningún jugador lanzando bolas que pudiera
molestarnos, y los dos sabíamos que el jefe no se pasaba a última hora. La
suave brisa de la noche le movía el pelo largo y lacio y ella se lo tenía que
poner detrás de las orejas todo el tiempo, en un gesto que creí que podría
estar viendo toda la vida. Me hizo sentir tan cómodo que yo mismo encontré las
palabras, las pausas, los silencios. Siendo el yo que siempre había querido
ser. Un yo para ella.
Ya era casi la hora de cerrar,
apenas quedaban un par de minutos.
- En breve apagarán las
luces del campo –dije.
- Sí, se nos ha hecho
tarde.
- Bueno, para ser la
primera vez que hablamos, hemos hablado mucho, ¿no?
- Nunca es mucho si se
habla con la persona indicada.
Y ahí me vi. Me vi haciéndolo y no dudé. Yo,
que siempre había sido tan parado, tan dubitativo para todo, me arranqué y
acerqué mi cabeza a la suya. Y ella, como un espejo, me imitó. Juntamos
nuestros labios sabor café. Allí, en ese verde del que sólo disfrutan los ricos
nos quedamos varados por un instante eterno, asidos por nuestras bocas que
tanto tardaron en decirse algo.
Nos separamos con un golpe sordo. Al
principio no me di cuenta de qué había podido ser, no hasta que Carla se dejó
caer hasta el piso de césped con una pelota al lado de su cabeza. Una pelota
roja de sangre por el golpe.
- ¡¡Hurra!!
Mire al fondo y vi al solitario golfista que
creía haberle acertado al carrito. Traté de hacerla despertar, pero estaba
inconsciente, no sé si muerta. Llamé a una ambulancia y tuve que hacerme
explicar, que estaba en un campo de prácticas de golf, al lado del carrito que
recogía bolas, en el segundo bunker empezando por el fondo.
La sangre salía por uno de sus oídos. La
mecí entre mis brazos y recogí la
pelota que había impactado en su cráneo. Debajo de la sangre que empezaba a
coagularse pude ver los trazos que ella había escrito con su rotulador rojo.
“Me encantará. Carla.”
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