Friday, October 10, 2014

"Compañeros de cama"


Me lo envió mi amigo Carlos por email, con el asunto ‘Esto es para ti’. Cuando lo abrí, creí que era una coña, que era algo que había creado él para tomarme el pelo y poder reírse luego de mí en las reuniones de amigos. Era un link a una página web: www.compañerosdecama.com. Lo pulse y nada más ver la página supe que no lo había hecho él. Estaba repleta de contenido, fotos y foros donde los visitantes, con usuario registrado, discutían diversas cuestiones. La imagen principal era un cama con dos personas en ella, durmiendo cada una en su lado.    
    

Hacía un par de semanas que mi amigo Carlos y yo habíamos estado tomando unas cervezas y poniéndonos al día. A él le habían despedido de su trabajo hacía poco (lo que explica que ahora se dedicara a rebuscar en la red en busca de links para amigos) y yo aún seguía convaleciente de mi ruptura con Amelia, seis meses atrás. Él no sabía qué hacer con tanto tiempo libre y a mí las noches se me hacían eternas sin nadie a mi lado. Acostumbrado a compartir colchón se me hacía rara ahora esa quietud, esa ausencia de movimiento a mi alrededor. Antes sabía que si apagaba el despertador y volvía a hundir la cabeza en mi almohada, Amelia me zarandearía pasados un par de minutos para que no llegase tarde al trabajo. Ahora me veo obligado a saltar como un soldado, dispuesto para la ducha, el afeitado y el café. Carlos, que no suele escucharme, debió quedarse con ese detalle y cuando navegó en la red y encontró esa página, no dudo en mandármela. Como una broma, me dijo, por lo que me comentaste aquella vez. Y es que todas las cosas verdaderamente serias de esta vida comienzan como una broma.

Al principio creí que era un club de citas, un lugar de encuentro donde la gente quedaba para meterla en caliente, pero tras leer los testimonios de los usuarios descubrí que no era así. Era un club donde gente quedaba para dormir. Para aquellas personas que echaban de menos, igual que yo, compartir colchón con otra persona. No era algo sexual, repito, no era algo sexual. Me gustaría que quedase claro. En la página lo repetían una y otra vez, por todas partes, como esos carteles de salida de emergencia de los pasillos de los hoteles. Tan solo consistía en ir a casa de otra persona, o ella a la tuya, y compartir cama. Para poder aspirar a ello debías hacerte una ficha con una foto tuya y de tu dormitorio, dirección, peso y altura. Como una web de citas pero sin citas. No hacía falta que te cayese bien la otra persona, no era una relación personal. Algunos testimonios decían que habían llegado a no cruzar una sola palabra con la otra persona. Esas eran las relaciones más duraderas. Además de la cama, como anfitrión, estabas obligado a proporcionar desayuno, ducha y sábanas y toallas limpias. Por supuesto que a veces se producía algún roce. En mitad de la noche, uno de los durmientes podía posar una mano en la cintura del otro, o incluso, como había llegado a ocurrir, acurrucarse para acabar formando la postura de la cucharita. Pero por la mañana al despertar ambos se separaban y no intercambiaban una palabra sobre el asunto, como si nunca hubiera ocurrido. Como un roce casual en el metro, como decían algunos usuarios. Incluso había llegado a leer testimonios de usuarios que escogían a compañeros del mismo sexo, con la misma orientación sexual, como compañeros. Decían que así se aseguraban de que romanticismo quedaba fuera de esas sábanas. La esencia era sentirse acompañado. La finalidad era dormir bien.

Yo necesitaba desesperadamente dormir bien. Mi rendimiento en el trabajo había menguado y veía serias posibilidades de acabar como Carlos.

 Era un portal gratuito. No obedecía más que a la voluntad de algunos usuarios que un día decidieron juntarse para ponerlo en marcha, idea surgida, pensaba yo casi con certeza, de alguna quedada para tomar cervezas como la de Carlos y yo. Si no hubiera leído tantos y tantos testimonios encomiando la iniciativa, estoy seguro que hubiera pensado que era algo para pervertidos, pero no. De hecho, en la propia página desaconsejaban las relaciones entre usuarios, aunque no llegaban a comentar si habían sucedido alguna vez. Supuse que sí, claro. Pero comprendía a la perfección el sentimiento que empujaba a los usuarios de esa página. Una cama vacía es el espacio más grande que un hombre puede concebir. Yo lo sabía, después de haber compartido la mía con Amelia durante tres años.

Ella era una acaparadora de mantas, tanto que habíamos llegado a poner dos individuales, aunque esto no evitaba que a veces desplazase todas hacia su lado de la cama. Siempre se quejaba de que me movía mucho hasta encontrar la postura, e incluso a veces dormido, pero me lo perdonaba con una sonrisa. Al fin y al cabo, nos queríamos. Hasta hacía seis meses siempre nos habíamos querido mucho. Después ella comenzó a quererme menos y al final, no me quiso nada. Hasta que ya no quiso compartir conmigo ni el colchón.

Me creé un perfil esa misma noche. Cogí mi cámara, la misma que Amelia me regaló en nuestro segundo aniversario, y me dispuse a sacar unas fotos de mi dormitorio. Hice mi cama y alisé el edredón para que no quedaran arrugas. Seleccioné un libro clásico y lo apoyé casual en una de las mesillas de noche. En la otra, una vela. Me posicioné en la esquina más alejada, tratando de dar la impresión de que era una dormitorio grande, lo cual no era así. Las descargué en el ordenador e incluso les pasé un par de filtros para mejorar la luz y el contraste. Cuando acabé, parecía el catálogo de un hotel.

Para las fotos del perfil me dirigí a un estudio fotográfico. Mi idea era dar a entender que eran unas fotos que ya tenía, que me había sacado para una entrevista de trabajo o algo similar y que después había aprovechado para el perfil. En todas las que tenía en casa parecía un estúpido. Me di una ducha, me peiné y me puse mi mejor traje. Sonreí antes del flash. También después.

Por supuesto, los compañeros debían ser aceptados por ambas partes. Tú marcabas aquellas fichas de gente que te parecía agradable o con la que pensabas que iba a mejorar tu experiencia nocturna. A esa persona le llegaba un aviso y, si te correspondía, ya os poníais por contacto a través del correo electrónico. Nunca del teléfono, que al parecer era considerado como demasiado personal. Por supuesto, la distancia entre domicilios era esencial, aunque no determinante. Si a un usuario le gustaba dormir con otro, era capaz de recorrer media ciudad por él.

No era nada sexual, repito.

Pasé toda la noche revisando perfiles. Buscaba mujeres de mediana edad, delgadas, a ser posible con pelo largo lacio y castaño. Buscaba un reemplazo para Amelia, vaya. Pronto comprendí que encontrar una pareja compatible podía demorarse semanas, que no iba a ser el proceso inmediato que yo había previsto. Mandé tres avisos a tres perfiles y me senté a esperar. Comencé a hacer solitarios en el ordenador mientras miraba de forma compulsiva la página web cada tres minutos. Al final, con los ojos enrojecidos, me fui a dormir. Pasé dos días esperando contestación sin resultado, hasta que de pronto sonó un aviso sonoro en mi ordenador, uno que no había oído antes. Era un aviso, pero no de ninguna de las tres que yo había enviado, sino de alguien nuevo. No recordaba su perfil. Media uno sesenta y dos y pesaba cincuenta y cuatro kilos. En la foto tenía el pelo rubio recogido y llevaba gafas. Su cama tenía un edredón floreado. Mantuve el dedo encima del ratón, acariciando el botón de devolver invitación. Casi sin darme cuenta, lo pulsé. Puede que no fuera exactamente lo que tenía pensado, pero no estaba mal. La cuestión era dormir con alguien. La cuestión era descansar de una vez.

Cruzamos mensajes y concretamos los detalles. Prefería hacerlo en su casa, a la noche siguiente. A mí me venía un poco a desmano, pero concedí. Me di una ducha y me compré un pijama nuevo de manga larga, bastante más allá de mi presupuesto. Llevé mi cepillo de dientes y mi propia pasta en su tubo. Me presenté a las once y media, ya cenado, como convinimos. Me abrió la puerta tímida, musitó un ‘Hola’ casi inexistente y se metió para dentro. No me dio siquiera dos besos de bienvenida. Vivía en una casa de dos dormitorios. El suyo, que ya había vislumbrado en la página web y otro, que había convertido en un despacho. Me indicó el dormitorio y señaló la cama con un gesto tímido.

-         Yo duermo a la derecha, me dice.

Ya lo sabía. Lo ponía en su ficha de la web.

-         Me viene bien la izquierda.

Se dirigió al baño. Se lavó los dientes y orinó. Un chorro fino, casi aséptico. Salió y se sentó en la cama. Yo fui al baño y me lavé los dientes estrenando mi tubo. Cuando volví ella ya está arropada en su lado de la cama. Yo me metí en el mío y ella me miró.

-         ¿Listo?

-         Sí –contesté yo.

Se inclinó sobre mí y apagó la luz de mi mesilla. Después, se arrebujó en las sábanas. Yo me quedé encogido en mi lado de la cama, tratando de hacerme a esa nueva situación, a ese aire que no era el mío, a esa nueva figura informe bajo las mantas que ocupaba el otro lado del colchón. Estaba tan tenso que no sabía si podría dormir. Pensé en cómo había llegado hasta allí, en Carlos, al que no le había dicho nada de todo esto, en la situación tan rara en que me encontraba. Dicen que un ser humano tarda una media de siete minutos en alcanzar el sueño. Escuchaba su respiración acompasada, parecía más relajada que yo. Un par de minutos después me convencí de que estaba ya dormida. Me tumbé boca arriba y la miré respirar con su boca pequeña. Estaba en su elemento, relajada. Quizá incluso feliz.

Y entonces comencé a relajarme, a sentir como la calma me invadía, como si mi respiración se acompasara poco a poco a la de aquel ser que dormía a pocos centímetros de mí. Caí sin darme cuenta en el profundo abismo de los siete minutos. Mi último pensamiento fue la imagen que debíamos hacer los dos allí, en su casa, en su colchón, dos extraños que habían decidido dormir juntos. Dos personas solitarias que necesitaban desesperadamente la ayuda de un completo desconocido.

Cuando me desperté por la mañana, ella ya casi había terminado de vestirse. Se ponía un collar al cuello cuando descubrió mis ojos abiertos.

-         Te he dejado café en la cocina, y tostadas. Si no te gustan hay cruasanes y galletas, un poco de todo.

-         Gracias.

-         Me tengo que ir a trabajar, no quiero llegar tarde. Tira de la puerta y ya está.

Se marchó por la puerta del dormitorio.

-         ¡Espera! –le grité.

Volvió adentro.

-         ¿Has dormido bien?

Y sonrió. Una sonrisa pequeña, como su boca, como su respiración. Lo recuerdo bien porque esa sería la única vez que la vería sonreír.

No podía creer lo descansado que estaba. Había dormido profundamente y me sentía relajado por primera vez en mucho tiempo. Me conecté a la web para concretar otra cita para esa noche, pero descubrí que me había bloqueado. Ya no podía ponerme en contacto con ella ni ver su ficha o sus fotos. Me quedé helado, sin saber qué podía haber hecho mal. Había cuidado mi higiene, había sido educado y discreto. Ahora entendía esa sonrisa embarazosa. Debía haberla cagado sin darme cuenta, como en mi vida diaria. Pero ahora era distinto, porque había comprendido el secreto de esa página web, el por qué tantos usuarios estaban enganchados a dormir acompañados. Era la comodidad de estar con otra persona pero eliminando el aspecto personal, las riñas y preocupaciones. Tan solo un cuerpo a treinta y seis grados a treinta centímetros de ti, calentando tu espacio personal sin invadirlo. La felicidad organizada. No podía abandonar ahora.

Antes de dar otro paso necesitaba saber qué pasaba conmigo, así que le pedí a Carlos prestada su videocámara y un trípode. Carlos tenía muchas de esas cosas, siempre estaba tratando de liarme para grabar cortos de mierda que luego no veía nadie. Le especifiqué que necesitaba una cinta de larga duración, unas ocho horas, pero me dijo que ahora las cámaras habían evolucionado y tenían un disco duro interno donde podían guardar cientos de horas de grabación. No pude evitar pensar en ese momento que eso era el problema, que las cámaras habían evolucionado y yo seguía igual. Carlos intentó sonsacarme para qué era, pero me acogí al silencio entre amigos, y cuando un amigo te dice que necesita algo y que no hagas preguntas, tú se lo das.

Antes de montar todo pensé seriamente si no sería más fácil buscarme una chica en la oficina para poder dormir con ella, pero no era tan sencillo. El problema es que las chicas (y los chicos) quieren siempre algo más que dormir. Quieren salir a tomar café, al cine, a dar paseos y a contarse los más nimios detalles de sus familias. Y yo no podía ya con eso, requería demasiado esfuerzo, demasiada presión. Requería escoger ropa, comprar colonia, afeitarte y lavarte el pelo, ser educado y hacer bromas picantes, pero sin pasarse. Ser galante nunca se me había dado demasiado bien. Siempre decía muy poco o demasiado. Amelia lo sabía. Quizá fue eso lo que precipitó la separación. Yo solo quería la normalidad, estar bien con alguien sin la necesidad de hacer nada más. Sin tener que hablar ni enviarnos mensajes para saber cómo estábamos a todas horas del día. Yo quería sentarme a ver la tele con alguien sin decir palabra. Ese era mi anhelo, que cuando uno de los dos bostezara, el otro le preguntara si se quería ir a la cama e irnos los dos juntos. Cada uno a nuestro espacio, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Quería pasar directo a la fase de comodidad entre dos personas, que era de lo que trataba esa página web. Pero primero necesitaba saber.

Coloqué la cámara en el trípode, pulse grabar y me metí entre las sábanas. Era extraño tratar de dormir sabiendo que iba a quedar registrado en un disco duro. No sabía si eso influiría en mis siete minutos, y lo que era peor, no sabía cómo borrar luego el archivo antes de devolverle la cámara a Carlos. Cerré los ojos y comencé a contar. Cuando el despertador sonó por la mañana miré al punto rojo de la cámara. Todavía parpadeaba. Lo apagué y me fui a la oficina. No quería llegar tarde.

A la vuelta conecté la videocámara a la televisión y, tras muchos problemas, conseguí ver toda la grabación a cámara rápida. Como Amelia me había indicado, me movía mucho, pero creía que ese no era el problema por el que me habían bloqueado. Había descubierto, en varios puntos de la grabación, una cierta tendencia a deshacerme de las mantas. Al dormir boca arriba, en determinados ciclos de sueño, pude ver alguna de mis erecciones nocturnas. Se veía a la perfección cómo el pantalón del pijama comenzaba a elevarse hasta hacerse una pequeña pirámide (bueno, no tan pequeña). Imaginé a mi compañera de colchón abriendo un ojo en mitad de la noche y encontrándome a mí, tumbado boca arriba, tratando de tocar el techo de la habitación sin manos. Una imagen perturbadora, más propia de un agresor sexual que de un compañero de colchón. Apagué la grabación y borré el archivo.

Pasé un par de días pensando en qué hacer antes de dar mi próximo paso. Poco podía hacer respecto a moverme en el colchón, pero debía encontrar una forma de disimular mis erecciones nocturnas. Tras muchos devaneos resolví que la mejor forma de ocultarlo era dormir de lado, casi en posición fetal, dándole la espalda a mi compañera. Podía intentar envolverme con fuerza en las sábanas hasta quedar atrapado dentro, inmóvil como la verdura en un rollito de primavera. Pero estaba seguro que eso me impediría dormir, y yo necesitaba dormir bien y descansar. Practiqué un par de noches, a quedarme quieto en esa posición y tratar de conciliar el sueño. A veces se me dormía el costado y me veía obligado a volverme del otro lado, pero creo que gracias a mis piernas encogidas podía ocultar mi ánimo por sobresalir.

Me volví a conectar a la página y revisé perfiles de nuevo. Esta vez envié cinco peticiones. Ninguna obtuvo respuesta. Suponía que cualquier mujer debía de recibir cientos de propuestas, y yo sólo era uno más. Pronto descubrí que en esa página web, como en la vida real, los hombres no escogíamos nada, sino que nos limitábamos a ser seleccionados. Tres días después recibí una petición. Se llamaba Helena. Al principio su perfil no me produjo mucha confianza, pero de pronto me di cuenta de un detalle, y lo tome como una señal: Medíamos exactamente lo mismo. Ella pesaba menos que yo, por supuesto, pero pensé en nuestros cuerpos, simétricos en altura a cada lado del colchón y me pareció una imagen con sentido, casi algo predestinado. Comenzamos a hablar para citarnos.

Ella me dijo que prefería su piso, al menos para empezar. Reconoció de primeras que le ponía algo tensa y creía que su propio entorno le ayudaría a relajarse. Yo, con cero respuestas a mis solicitudes, no estaba para escoger. Nos citamos para la siguiente noche. Esa vez me sacudí un poco la presión y me dije que tenía que pensar menos en ello, no obsesionarme con que fuese perfecto. Así que no lavé mi pijama ni lleve pasta de dientes. Sí me di una ducha y usé enjuague bucal. A la hora convenida, llamé a su puerta.

Me abrió una chica delgada, más de lo que parecía en la foto. Vestía un pijama bajo una bata de estar por casa y sonreía. Una sonrisa tímida asomaba a sus labios cuando se inclinó y me dio dos besos.

-         Soy Helena.

Yo le dije mi nombre. Ambos los sabíamos antes de entrar. Me hizo pasar al salón.

-         ¿Has cenado?

-         Sí, cené en casa.

-         Muy bien.

Colgó mi abrigo en un perchero.

-         ¿Te levantas muy temprano? –preguntó.

-         A las siete y media. Pero pongo mi propio despertador.

-         Yo un poco antes. Cogeré el primer turno de ducha, si te parece.

-         Muy bien.

Pasamos al dormitorio. Dejó la bata en un galán de noche y se metió en la cama.

-         Tienes el baño al otro lado del pasillo, si lo necesitas.

Fui al baño y me puse el pijama. Me lavé los dientes, tomándome tiempo para tratar de aparentar cotidianidad. Doblé mi ropa y la dejé encima de la tapa del bidé. Cuando volví al dormitorio, ella estaba leyendo. Un libro grueso. Incliné la cabeza para tratar de atisbar el título.

-         Los hermanos Karamazov –dijo ella, levantando el libro-. Espero que no te importe. Me gusta leer un rato antes de dormir, me relaja.

-         No hay ningún problema.

Me metí en mi lado de la cama, convenido ya en nuestros primeros mensajes a través de la web. La verdad es que nunca he tenido problemas en dormir en un lado o en otro, me amoldo a lo que se necesite. Ella apagó la luz general y encendió la de su mesilla de noche, dejándola la habitación en penumbras exceptuando las páginas de su libro.

Me puse en posición fetal y amoldé mi cuerpo al colchón, haciéndome uno con la cama, dispuesto a mantener esa postura durante toda la noche. Me entró la sensación de que ella alejaba los ojos del libro para lanzarme miradas furtivas. Cerré los ojos y comencé a contar hacia atrás desde cien, con la esperanza de no llegar al uno.

Abrí los ojos con el ruido de la ducha. Yo estaba en la misma posición y se me había dormido el costado. Intenté moverme, pero los músculos me pinchaban de forma dolorosa. Me senté en la cama y con cuidado me levanté. Me apoyé en el marco del armario mientras estiraba las piernas acalambradas. Me asomé al pasillo, ahora iluminado por las primeras luces de la mañana. Me fijé entonces en que la puerta del baño estaba entreabierta, con el sonido de la ducha saliendo de ella. Conocía la sensación. Cuando vives solo te acostumbras a dejar el baño abierto mientras estás dentro, así que al verte obligado a cerrarlo cuando hay visitas te entra un pequeño episodio de claustrofobia, no por el espacio cerrado, sino por verte obligado a ser un prisionero en tu propio hogar. Me acerqué hasta el quicio y me quedé allí, oyendo las salpicaduras del agua contra la porcelana y el frotar de la esponja contra su cuerpo. Me escoré y asomé la cabeza. Pude ver su cuerpo difuminado a través de la mampara esmerilada, una masa color carne contra el blanco nuclear de los baldosines. El pelo enjabonado pegado a la nuca y sus manos recorriendo una de sus piernas. Ella era alta y esbelta, una de esas mujeres que parecen parapetarse detrás de ropa sin mostrar el mundo la perfección de su figura. . Emergió de pronto la erección que me había estado guardando durante la noche.

La alarma comenzó a sonar y ella levantó la cabeza. Tuve el tiempo justo para recorrer de puntillas el pasillo y apagarla en mi móvil. Me metí entre las sábanas aún tibias. Alargué el brazo palpando su lado de la cama, pero apenas quedaba rastro del calor de su cuerpo. El corazón me iba a mil por hora. Cerré los ojos y comencé a contar hacia atrás desde cien, tratando de rebajar el volumen de mi erección.

-         Despierta, dormilón.

Estaba envuelta en un inmenso albornoz y tenía el pelo envuelto en una toalla. Sonreía.

-         Es hora. Te doy el baño en cinco minutos.

-         De acuerdo.

Ella volvió al baño y yo me senté en la cama. Suspiré y me miré la entrepierna. No quedaba rastro de la erección.

Desayunamos en la mesa de la cocina, en silencio. Café, tostadas con mantequilla y cereales. Yo, que apenas podía comer recién levantado, me esforcé por hacer pasar la comida garganta abajo, visto el buen apetito con el que ella tragaba. Guardó un par de piezas de fruta en el bolso, nos pusimos los abrigos y salimos de casa. En el portal, se despidió.

-         Que tengas un buen día.

Me apretó el antebrazo con la mano y no me dio dos besos de despedida. En ese momento, no supe descifrar si era una buena o mala señal. Pasé el día en la oficina obligándome a no abrir la página web para descubrir si me había bloqueado o no. Estuve en un par de reuniones y me tuvieron que repetir algunas frases que no logré captar a la primera. Y es que aunque estaba nervioso, había descansado estupendamente. Me había quedado toda la noche quieto como en una crisálida, y me había levantado relajado y dispuesto para un nuevo día. Tenía que continuar durmiendo con alguien. Y tenía que ser ella, la dueña de ese cuerpo esmerilado.

Cuando llegué a casa encendí el ordenador y me conecté a la página. Descubrí no sólo que no me había bloqueado, sino que me había enviado otro mensaje preguntándome si iba a volver a dormir esa noche de nuevo. Le escribí afirmativamente. Después, me conecté a una página porno y me masturbé furiosamente.

En las dos semanas siguientes sólo dormí dos días en mi piso. Me veía obligado a pasar por allí todas las tardes para poner lavadoras, coger ropa y cenar. Después del postre me dirigía a casa de Helena y dormíamos juntos. Sin rozarnos, sin ningún indicio sexual. Como dos gemelos en el útero materno, cada uno en su bolsa amniótica. Tan cerca y tan lejos como pueden estar dos seres humanos compartiendo un espacio de 1,80x1,35cm. La gente del trabajo comenzó a decir que tenía mejor cara, que había perdido peso, que se notaba que estaba haciendo pesas. De alguna forma empezaron a asumir que había superado mi ruptura con Amelia, y atribuyeron mi mejoría a un posible nuevo amorío. Hicieron apuestas por si era una chica de la oficina y buscaron posibles candidatas. De alguna forma todo el mundo se hizo a la idea que estaba saliendo con Carolina, una chica de administración con la que siempre me cruzaba alguna broma en las reuniones de personal, sin saber que no habíamos ido más allá de eso. Pero la gente es así, ve un trozo de hielo e imagina un iceberg. Si les hubiera contado la verdad, que todo venía de dormir con alguien, de sentir la cercanía de otro cuerpo humano, no me habrían creído. Pobres infelices, atrapados en relaciones anodinas, buscando constantemente el calor de otros cuerpos en el roce de pieles a altas horas de la madrugada, en brumas de alcohol y tabaco que acababan secando sus almas. Los veía ahora desde afuera, desde esa pequeña atalaya con forma de colchón y los juzgaba en silencio, sintiéndome superior. Yo, que no estaba dispuesto a desperdiciar energías en tomar café, en cenas, en paseos a la luz de la luna o visitas a los familiares. Yo aspiraba a la meta, a esa normalidad que la gente llama rutina y donde yo había aprendido a ser feliz. Para mí la nueva vida era eso, salir del trabajo, una breve visita a mi casa, comer algo y marchar a casa de Helena. Ella siempre me recibía con una sonrisa breve y escueta, lo justo y necesario para darme a entender que era bienvenido y que se alegraba de tenerme allí. Después nos poníamos el pijama, nos lavábamos los dientes y nos metíamos en la cama. Ella siempre leía un rato antes de dormir. Yo pasaba esos minutos entrando en mi rutina del sueño, donde a veces, como un pensamiento que se escapa, pensaba en libros para regalarle.

Desayunábamos en silencio, y a veces nos preguntábamos cómo nos había ido el día. Ambos sabíamos ser escuetos y contestar con generalidades. Ninguno sabía a qué se dedicaba el otro. No parecíamos necesitar nada más. Sorbía el café y daba mordiscos a la tostada, sabiendo que cuando duermes tan bien, la jornada suele ir a mejor.

Pero la tragedia es un drama que se cocina a fuego lento. Yo podía controlar mis movimientos estando despierto, y aunque hacía verdaderos esfuerzos por permanecer en posición fetal para ocultar una posible erección, una noche me desperté en una situación embarazosa. Era la noche de un viernes. Yo seguía durmiendo encogido, pero durante el sueño debí haberme cambiado de costado para evitar que se me durmiera el brazo, de forma que ahora le daba la cara a ella. Ella se debía haber movido también en su sueño, pegando su espalda a mi pecho, encajándose como una pieza de tetris que busca su lugar perfecto. Y, como si esto no fuera poco, como si estar haciendo la cucharita con mi compañera de colchón no fuera suficiente problema, yo había alargado mi brazo libre y sopesaba su pecho en mi palma. Me desperté sobresaltado y me congelé en esa posición, rogando por que ella no se despertara y me encontrara así, lo que de seguro habría acabado con nuestro trato. Pero sentía sus caderas contra las mías, y el suave y cálido tacto de su pecho en la palma de mi mano era algo fantástico, así que me pregunté cuanto tiempo podía permanecer en esa posición sin que se despertara. Tras unos minutos, me retiré centímetro a centímetro hasta mi lado de la cama, asustado y excitado a partes iguales. No volví a dormirme en toda la noche. Desayunamos juntos y mientras tomábamos el café, ella preguntó:

-         ¿Has dormido bien?

Era una pregunta de rutina, pero me pareció entrever un leve sarcasmo. Traté de fijarme más, pero ella se escondía tras la taza.

-         Muy bien. ¿Y tú?

-         Estupendamente. ¿Sabes?, creo que esta ha sido la mejor noche que he dormido desde que estamos juntos.

Desde que estamos juntos. Ella y yo no estábamos juntos. Dormíamos juntos, pero no estábamos. Eso era cosa de parejas, de novios. Eso era como estábamos Amelia y yo. Juntos. Helena y yo sólo compartíamos colchón. Debía calmarme, estaba comenzando a sudar. Me limité a:

-         Vaya, me alegro.

-         Y yo –contestó ella.

Apuré mi café, tragué el resto de mi tostada tratando de aparentar normalidad y salí de la casa. Durante el trayecto a la mía no pude dejar de darle vueltas a sus palabras, a las comisuras de sus labios y brillo de sus ojos. Porque para mí también había sido la mejor noche desde que estábamos juntos. Y eso sí que era algo que me quitaba el sueño.

La noche siguiente le dije que no me podía quedar a dormir. Ni la otra. Me acojoné, hay que decirlo. Porque no había sido culpa suya, sino mía, y si no podía controlarme, eso estaba abocado al desastre y no había nada que pudiera hacer. Volví a dormir mal esas dos noches. Sentía que si me dejaba llevar un poco rompería a llorar en la soledad de mi colchón, allí donde podía estirar los brazos y no encontraría a nadie. ¿Pero quién demonios quería estirar los brazos y no encontrar a nadie? ¿Cómo podía querer alguien una casa para él solo? Volvieron las ojeras y el insomnio. Cuando llegué el lunes a la oficina, todo el mundo me preguntó qué me ocurría y por qué tenía tan mala cara. Yo me limitaba a contestar:

-         He dormido mal.

-         ¿Tu chica daba muchas vueltas en la cama? A mí me pasa.

-         No –respondía yo-. En mi caso soy yo quien se pasa la noche dando vueltas.

Así que me volví a conectar y le pregunté a Helena si esa noche podíamos volver a dormir juntos. Ella contestó un escueto “Ok” que no supe interpretar, así que no lo intenté.

Me abrió como siempre. Me dio dos besos castos en las mejillas y me hizo pasar. Colgó mi abrigo y me preguntó qué tal iba todo. Le contesté vagamente, como siempre habíamos hecho. Ella estaba terminando de ver una película, y me preguntó si me importaría que la terminara de ver.

-         Por supuesto que no.

-         Ya sabes cómo es, con los anuncios se hacen eternas.

-         Sí, ya sé.

Ella se sentó en su lado del sofá, con su bol de palomitas. Yo, sin saber bien qué hacer, me acomodé al otro lado, lo más lejos posible de ella. Aquello no era una cama, allí las reglas no estaban claras y no sabía cómo comportarme.

Me tendió el bol de palomitas y yo cogí unas pocas por educación, ya que nunca había sido muy aficionado a las palomitas. Se me metían entre los dientes y me veía obligado a emplearme a fondo con el hilo dental para sacarme los restos. Pero claro, eso ella no lo sabía, porque no teníamos ese tipo de relación. Ella no era Amelia.

-         ¿Te gustan las comedias románticas? -preguntó ella sin desviar la vista de la pantalla.

-         No soy mucho de películas –contesté.

-         Ah, a mí me encantan. Sobre todo con esta actriz.

Y entonces comenzó a hablar de una actriz a la que nunca había oído nada, y yo, sin saber qué hacer, asentí y me metí palomitas en la boca. Un rato después, tras un último corte publicitario, se acabó la película. Los protagonistas se besaron en una calle atestada de gente. Los transeúntes aplaudieron. Corte a negro y créditos.

Nos preparamos para ir a la cama. Me puse mi pijama y esperé mi turno en el baño mientras ella terminaba de lavarse los dientes. Cuando me tocó a mí, además del cepillado, me vi obligado a usar hilo dental para sacarme los restos de las palomitas. Cuando terminé, me sangraban las encías.

Fui al dormitorio y ella estaba sentada en la cama, como siempre, leyendo un libro. Pero no todo era igual, porque ahora vestía una especie de camisón fino, escotado y con encajes, muy distinto al pijama largo y convencional que solía usar. Y aunque es muy insinuante, me daba un miedo atroz, porque yo no quería que nada cambiase, sólo dormir bien y descansar. Pero la tela de ese camisón se veía muy fina, tanto que podría rasgarla con mis propias manos. Sacudí la cabeza, me metí entre las sábanas y apagué la luz de mi mesilla de noche.

-         Buenas noches, hasta mañana –me despedí.

-         Buenas noches –contestó ella.

Y me tumbé en posición fetal para ocultar mi erección. Traté de serenarme y comencé a contar hacia atrás desde cien.

Cien. Noventa y nueve. Noventa y ocho. Noventa y siete...

Algo me despertó en mitad de la noche. Aún sin abrir los ojos sentí un calor repentino que me envolvía, que me aprisionaba. Los abrí y encontré a Helena frente a mí, despierta, con sus miembros entrelazados con los míos. Era prisionero de sus brazos y sus piernas. Podía sentir su aliento a pocos centímetros de mi cara. No sabía qué decir ni qué hacer, así que hice lo que suelo hacer en este tipo de situaciones, que es nada. Me quedé allí mirándola, hasta que ella salvó los pocos centímetros entre nuestras bocas y me besó, primero con los labios y después introduciendo tímidamente la lengua. Y ahí descubrí que ya no necesitaba hacer esfuerzos para ocultar mi erección, porque ella metió la mano en mis pantalones y suavemente, con las yemas de los dedos, comenzó a acariciarla. Nunca se me ha dado bien pensar durante éstas situaciones. Amelia lo sabía y Helena lo comenzaba a descubrir. Porque por muy placentero que pueda ser tener su lengua en mi boca y su mano frotando mi polla, en realidad eso no era lo que yo quería. Yo me apunté a esto para dormir con alguien, no para follar con alguien. Follar siempre lo complica todo, mientras que dormir siempre lo simplifica. Es complicado cagarla mientras se duerme, aunque yo hubiera encontrado la manera. Helena me arrancó el pijama y se me montó a horcajadas, y en ese momento ya no conseguí pensar nada más. Me dediqué a follar, que bastante tenía.

Por la mañana me desperté con los ojos hinchados y llenos de legañas. No había descansado nada y me dolía la espalda. Helena no estaba, pero me llegaba el olor del café y las tostadas y el ¿huevo? en la cocina. Me acerqué hasta allí sujetándome los pantalones del pijama (se me había saltado el botón de la cintura) y la encontré delante del fuego, haciendo tostadas francesas en una sartén. Ni siquiera Amelia me había hecho nunca tostadas francesas. Yo a ella sí. Helena sonrió y me invitó a sentarme mientras me ofrecía una taza de café. Ya conocía cómo lo tomaba. Y aunque sabía exactamente qué tenía que hacer, me senté delante de la taza.

-         ¿Cómo has dormido? –preguntó ella.

-         Bien –mentí yo, con mis ojos hinchados y mis legañas.

-         Yo también.

Y sonrió, porque ninguno de los dos estábamos hablando de dormir. Desayunamos e hicimos bromas. Nos cogimos las manos en algunos momentos y luego nos soltamos, nos untamos la mermelada en nuestras tostadas e incluso, me duele decirlo, nos reímos de algunas bromas. Fue un desayuno fantástico. Pero no era eso lo que yo quería.

Tras el desayuno me marché al trabajo. En la puerta ella me alcanzó el abrigo y me dio un leve beso en los labios antes de marchar. Un beso que yo saboreé de camino al trabajo y durante toda mi jornada laboral. No pude tomar ni una sola decisión en ninguna de las reuniones del día. Todos los compañeros me miraban y se preguntaban qué me pasaba hoy. No lo sabían, y a mí no me hubiera sido fácil explicárselo.

Antes de que el trabajo avanzase debía tomar una decisión sobre Helena. Pero como la mayoría de las  veces que tienes un problema, Dios te lo soluciona enviándote uno mucho mayor. Esa noche, cuando llegué a mi casa y me conecté a la página web, tenía una nueva petición para dormir conmigo.

Una petición de Amelia.

Pasé dos días bloqueado, sin contestar a Helena ni a Amelia. No podía dormir. Solo en mi colchón me dedicaba a observar las grietas del techo y a repasar mis opciones una y otra vez, una y otra vez, como antes contaba hacia atrás desde cien para quedarme dormido. Dije en el trabajo que estaba enfermo y me dediqué a vagar por las calles y los parques. Allí, sentado en un banco de madera, miré a las parejas que paseaban cogidas de la mano, a los corredores que siempre parecían tener prisa y a los niños que jugaban en la arena sin saber lo que la edad adulta les tiraría encima. Me pregunté cuál de ellos quería ser yo, y si podía decidir algo después de todo.

Esa noche encendí el ordenador y bloqueé a Helena. Escribí a Amelia y le pregunté si quería dormir en su casa o en la mía. Después, me conecté a una página porno y me masturbé furiosamente.

Fui a su casa la noche convenida. No me compré otro pijama, no llevé cepillo ni me lavé siquiera los dientes. Ella había empezado esto. Ella me había enviado una invitación para dormir, así que ella sabría qué demonios hacer ahora. ¿No lo había sabido siempre? Me abrió la puerta, me dio dos castos besos y me invitó a pasar. Como si no nos conociésemos. Pero sí nos conocíamos, y podía ver debajo de esa máscara de normalidad su juego soterrado. Se había delineado los ojos y puesto un poco de color en los labios, del color que ella sabía que a mí más me gustaba.

-         ¿En qué trabajas?

Se lo dije.

-         ¿En qué lado de la cama duermes?

-         En el derecho –contesté-. En eso soy inflexible.

Era su lado, los dos los sabíamos.

-         Bueno –replicó-, pues entonces supongo que tendré que dormir yo en el izquierdo.

Nos dirigimos a la habitación. Su rutina aprendida me decía que yo no era el primer usuario de la página con el que dormía. Pero para ella todo eso no era más que un juego, mientras que para mí se había convertido en una extraña forma de supervivencia.

-         Ahí tienes el baño –indicó, como si yo no lo supiera-. Te dejo el primer turno.

Me metí en el baño. Me puse el pijama y sin cepillo ni pasta de dientes, me dediqué a observar el armarito con sus accesorios de aseo. Sus bastoncillos de los oídos, que seguía usando a pesar de que le había dicho infinidad de veces que eran malos para el conducto auditivo. Su esponja exfoliante, que equivalía a lijarse la piel, el gel de almendra que usaba en la ducha cuyo olor se quedaba adherido en su cuerpo. Abrí y cerré el grifo un par de veces y volví al dormitorio.

Ella se metió en el baño y yo me quedé allí un instante, tratando de analizar la situación. Ahora, tumbado en el lado derecho, lo veía todo desde otra perspectiva. Estaba como tantas otras veces, metido en la cama mientras ella se demoraba en interminables horas en el baño. Y yo esperando allí, solo. Estar con ella era algo muy parecido a sentirse solo, y yo ya no estaba dispuesto a esperar a nadie. Apagué la luz general del cuarto y me acurruqué entre las sábanas recién lavadas. Comencé a contar hacia atrás desde cien. Cuando ella abrió al fin la puerta del baño, iba por el sesenta y siete. Oí un par de pasos y después su cuerpo inmóvil al lado de la cama, pensando qué hacer. Se metió entre las sábanas y se quedó allí, inmóvil, quizá esperando que yo diese un primer paso. Pero ella no sabía que yo había aprendido ya a dormir con otra gente. Continué mi cuenta atrás. Sesenta y seis, sesenta y cinco, sesenta y cuatro...

Me desperté en mitad de la noche, con uno de esos movimientos bruscos que dejan todo tu cuerpo en tensión por unos instantes, avisándote de que se acerca una amenaza. Y Amelia era exactamente eso. Me había pasado una de las piernas por encima y con la barbilla encajada en mi clavícula buscaba mis ganas dentro del pantalón del pijama. Yo me quedé allí dejándola hacer, sintiéndome como un hoyo en el que alguien estuviera cavando. Ella sabía que me costaba mucho pensar en ese tipo de situaciones, pero no contaba con que ya lo hubiera pensado todo antes de venir. Así que me di la vuelta, me senté a horcajadas sobre ella y comencé a besarla con furia, casi con rabia. Nos arrancamos la ropa y la lanzamos a los pies de la cama mientras nos revolvíamos sobre el colchón. Me hubiera gustado insultarla, pero no lo hice. Me hubiera gustado pegarla, pero no lo hice. Me limité a estar allí y follarla con fuerza mientras ella se revolvía sobre mí, creo que tratando de recuperar su lado del colchón. Me molestaba sobremanera que se me hubiera abalanzado la primera noche, dándome por sentado, sabiendo que de alguna forma yo siempre estaría esperando su vuelta. Cuando acabamos quedó de espaldas en el colchón (en el lado derecho, claro) y suspiró.

-         Bueno, ha sido divertido, ¿no?

No dije nada. Me acurruqué en la oscuridad de la habitación y callé.

-         Venga, no me digas que no te lo has pasado bien...

Seguí sin soltar prenda.

-         No digas nada, tú sigue como siempre. Pero te conozco, y no necesito una palabra tuya para saber cómo te sientes, así que no te hagas el orgulloso ahora.

Se dio la vuelta y tiró de la sábana.

-         Quizá no ha sido buena idea, después de todo. Joder, tengo una reunión mañana a primera hora y ya me has puesto de mala hostia.

Pero se equivocaba. Había sido una idea estupenda, para mí al menos. Porque me permitió volver allí, con ella, y allí pude asegurarme que no era donde quería estar.

Esperé a que se durmiera y me levanté. Todavía era noche cerrada. Me vestí en silencio y recogí mis cosas. Abrí uno de los armarios y saqué la pequeña caja de herramientas que compramos juntos en el IKEA. Cogí un martillo. Me dirigí a la puerta y cogí sus llaves del cestito de la entrada. Saqué la llave principal del llavero y dejé el resto donde estaba. Cerré con cuidado, metí la llave en la cerradura y le di dos vueltas. Después, con el martillo, golpeé la base de la llave con un golpe seco que resonó por el descansillo. Con la llave rota e incrustada en la cerradura, dejé el martillo en el felpudo y salí a la calle.

Pare un taxi y le indiqué el camino a mi casa. Allí mismo, en el asiento de atrás, borré el teléfono de Amelia de mi agenda del móvil. Cuando llegué a casa me conecté a la página web y comprobé que Helena me había bloqueado a su vez. Me hubiera gustado escribirle un último mensaje diciéndole que lo sentía, que nada de eso había sido culpa suya y que había sido muy dulce, mucho más de lo que yo merecía. Ojalá encontrara otro compañero de colchón, uno bueno.

Me metí en la cama y por primera vez, allí solo, dormí agotado como un niño. En los días siguientes le conté todo a Carlos, todo. ÉL siguió la historia con fruición, como si asistiese a un relato de aventuras, lo que supongo era en cierto sentido. Cuando acabé, la mesa cubierta de botellines de cerveza, se arrellanó en el asiento y exclamó.

-         Bueno, al menos has follado, ¿no?

Pobre, no había entendido nada.

Volví a la oficina. La gente volvió a comentar lo de mi mala cara y mis ojeras. Rellené informes y asistí a reuniones. Tomé café de maquina y lo removí con cucharillas de plástico. Tomé paella los jueves y cocido los martes en el menú del bar de la esquina.

Y por fin, un día, tras una reunión de personal, me acerqué a Carolina, la chica de administración que siempre sacaba un segundo para sonreírme y le pregunté si le gustaría cenar conmigo. Tardó un par de segundos en contestar.

-         ¿Pero cena cena?

-         Cena cena –contesté yo.

-         ¿Y a dónde quieres ir a parar con esto?

Suspiré y me armé de valor antes de contestar:

-         Mi objetivo es dormir contigo, pero entiendo que antes tendremos que hacer un montón de otras cosas.





© Santiago Pajares. “Compañeros de cama”. 9 de Julio de 2014.

1 comment:

  1. Me encanto tu relto, y te entiendo perfectamente lo que buscabas, mi novia murio hace 3 años y desde entonces he tenido parejas pero lo que he buscado no es otra situacion amorosa, de hecho me encantaria lo que esta pagina ofrece, alguien con quien solo dormir y regresar a una rutina tan comoda.

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