Me
lo envió mi amigo Carlos por email, con el asunto ‘Esto es para ti’. Cuando lo
abrí, creí que era una coña, que era algo que había creado él para tomarme el
pelo y poder reírse luego de mí en las reuniones de amigos. Era un link a una
página web: www.compañerosdecama.com.
Lo pulse y nada más ver la página supe que no lo había hecho él. Estaba repleta
de contenido, fotos y foros donde los visitantes, con usuario registrado,
discutían diversas cuestiones. La imagen principal era un cama con dos personas
en ella, durmiendo cada una en su lado.
Hacía un par de semanas que mi amigo Carlos
y yo habíamos estado tomando unas cervezas y poniéndonos al día. A él le habían
despedido de su trabajo hacía poco (lo que explica que ahora se dedicara a
rebuscar en la red en busca de links para amigos) y yo aún seguía convaleciente
de mi ruptura con Amelia, seis meses atrás. Él no sabía qué hacer con tanto
tiempo libre y a mí las noches se me hacían eternas sin nadie a mi lado.
Acostumbrado a compartir colchón se me hacía rara ahora esa quietud, esa
ausencia de movimiento a mi alrededor. Antes sabía que si apagaba el
despertador y volvía a hundir la cabeza en mi almohada, Amelia me zarandearía
pasados un par de minutos para que no llegase tarde al trabajo. Ahora me veo
obligado a saltar como un soldado, dispuesto para la ducha, el afeitado y el
café. Carlos, que no suele escucharme, debió quedarse con ese detalle y cuando
navegó en la red y encontró esa página, no dudo en mandármela. Como una broma,
me dijo, por lo que me comentaste aquella vez. Y es que todas las cosas
verdaderamente serias de esta vida comienzan como una broma.
Al principio creí que era un club de citas,
un lugar de encuentro donde la gente quedaba para meterla en caliente, pero
tras leer los testimonios de los usuarios descubrí que no era así. Era un club
donde gente quedaba para dormir. Para aquellas personas que echaban de menos,
igual que yo, compartir colchón con otra persona. No era algo sexual, repito,
no era algo sexual. Me gustaría que quedase claro. En la página lo repetían una
y otra vez, por todas partes, como esos carteles de salida de emergencia de los
pasillos de los hoteles. Tan solo consistía en ir a casa de otra persona, o
ella a la tuya, y compartir cama. Para poder aspirar a ello debías hacerte una
ficha con una foto tuya y de tu dormitorio, dirección, peso y altura. Como una
web de citas pero sin citas. No hacía falta que te cayese bien la otra persona,
no era una relación personal. Algunos testimonios decían que habían llegado a
no cruzar una sola palabra con la otra persona. Esas eran las relaciones más
duraderas. Además de la cama, como anfitrión, estabas obligado a proporcionar
desayuno, ducha y sábanas y toallas limpias. Por supuesto que a veces se
producía algún roce. En mitad de la noche, uno de los durmientes podía posar
una mano en la cintura del otro, o incluso, como había llegado a ocurrir,
acurrucarse para acabar formando la postura de la cucharita. Pero por la mañana
al despertar ambos se separaban y no intercambiaban una palabra sobre el
asunto, como si nunca hubiera ocurrido. Como un roce casual en el metro, como
decían algunos usuarios. Incluso había llegado a leer testimonios de usuarios
que escogían a compañeros del mismo sexo, con la misma orientación sexual, como
compañeros. Decían que así se aseguraban de que romanticismo quedaba fuera de
esas sábanas. La esencia era sentirse acompañado. La finalidad era dormir bien.
Yo necesitaba desesperadamente dormir bien.
Mi rendimiento en el trabajo había menguado y veía serias posibilidades de
acabar como Carlos.
Era
un portal gratuito. No obedecía más que a la voluntad de algunos usuarios que
un día decidieron juntarse para ponerlo en marcha, idea surgida, pensaba yo
casi con certeza, de alguna quedada para tomar cervezas como la de Carlos y yo.
Si no hubiera leído tantos y tantos testimonios encomiando la iniciativa, estoy
seguro que hubiera pensado que era algo para pervertidos, pero no. De hecho, en
la propia página desaconsejaban las relaciones entre usuarios, aunque no
llegaban a comentar si habían sucedido alguna vez. Supuse que sí, claro. Pero
comprendía a la perfección el sentimiento que empujaba a los usuarios de esa
página. Una cama vacía es el espacio más grande que un hombre puede concebir.
Yo lo sabía, después de haber compartido la mía con Amelia durante tres años.
Ella era una acaparadora de mantas, tanto
que habíamos llegado a poner dos individuales, aunque esto no evitaba que a
veces desplazase todas hacia su lado de la cama. Siempre se quejaba de que me
movía mucho hasta encontrar la postura, e incluso a veces dormido, pero me lo
perdonaba con una sonrisa. Al fin y al cabo, nos queríamos. Hasta hacía seis
meses siempre nos habíamos querido mucho. Después ella comenzó a quererme menos
y al final, no me quiso nada. Hasta que ya no quiso compartir conmigo ni el
colchón.
Me creé un perfil esa misma noche. Cogí mi
cámara, la misma que Amelia me regaló en nuestro segundo aniversario, y me
dispuse a sacar unas fotos de mi dormitorio. Hice mi cama y alisé el edredón
para que no quedaran arrugas. Seleccioné un libro clásico y lo apoyé casual en
una de las mesillas de noche. En la otra, una vela. Me posicioné en la esquina
más alejada, tratando de dar la impresión de que era una dormitorio grande, lo
cual no era así. Las descargué en el ordenador e incluso les pasé un par de
filtros para mejorar la luz y el contraste. Cuando acabé, parecía el catálogo
de un hotel.
Para las fotos del perfil me dirigí a un
estudio fotográfico. Mi idea era dar a entender que eran unas fotos que ya
tenía, que me había sacado para una entrevista de trabajo o algo similar y que
después había aprovechado para el perfil. En todas las que tenía en casa
parecía un estúpido. Me di una ducha, me peiné y me puse mi mejor traje. Sonreí
antes del flash. También después.
Por supuesto, los compañeros debían ser
aceptados por ambas partes. Tú marcabas aquellas fichas de gente que te parecía
agradable o con la que pensabas que iba a mejorar tu experiencia nocturna. A
esa persona le llegaba un aviso y, si te correspondía, ya os poníais por
contacto a través del correo electrónico. Nunca del teléfono, que al parecer
era considerado como demasiado personal. Por supuesto, la distancia entre
domicilios era esencial, aunque no determinante. Si a un usuario le gustaba
dormir con otro, era capaz de recorrer media ciudad por él.
No era nada sexual, repito.
Pasé toda la noche revisando perfiles.
Buscaba mujeres de mediana edad, delgadas, a ser posible con pelo largo lacio y
castaño. Buscaba un reemplazo para Amelia, vaya. Pronto comprendí que encontrar
una pareja compatible podía demorarse semanas, que no iba a ser el proceso
inmediato que yo había previsto. Mandé tres avisos a tres perfiles y me senté a
esperar. Comencé a hacer solitarios en el ordenador mientras miraba de forma
compulsiva la página web cada tres minutos. Al final, con los ojos enrojecidos,
me fui a dormir. Pasé dos días esperando contestación sin resultado, hasta que
de pronto sonó un aviso sonoro en mi ordenador, uno que no había oído antes.
Era un aviso, pero no de ninguna de las tres que yo había enviado, sino de
alguien nuevo. No recordaba su perfil. Media uno sesenta y dos y pesaba
cincuenta y cuatro kilos. En la foto tenía el pelo rubio recogido y llevaba
gafas. Su cama tenía un edredón floreado. Mantuve el dedo encima del ratón,
acariciando el botón de devolver invitación. Casi sin darme cuenta, lo pulsé.
Puede que no fuera exactamente lo que tenía pensado, pero no estaba mal. La
cuestión era dormir con alguien. La cuestión era descansar de una vez.
Cruzamos mensajes y concretamos los
detalles. Prefería hacerlo en su casa, a la noche siguiente. A mí me venía un
poco a desmano, pero concedí. Me di una ducha y me compré un pijama nuevo de
manga larga, bastante más allá de mi presupuesto. Llevé mi cepillo de dientes y
mi propia pasta en su tubo. Me presenté a las once y media, ya cenado, como
convinimos. Me abrió la puerta tímida, musitó un ‘Hola’ casi inexistente y se
metió para dentro. No me dio siquiera dos besos de bienvenida. Vivía en una
casa de dos dormitorios. El suyo, que ya había vislumbrado en la página web y
otro, que había convertido en un despacho. Me indicó el dormitorio y señaló la
cama con un gesto tímido.
-
Yo duermo a la
derecha, me dice.
Ya lo sabía. Lo ponía en su ficha de la web.
-
Me viene bien la
izquierda.
Se dirigió al baño. Se lavó los dientes y
orinó. Un chorro fino, casi aséptico. Salió y se sentó en la cama. Yo fui al
baño y me lavé los dientes estrenando mi tubo. Cuando volví ella ya está
arropada en su lado de la cama. Yo me metí en el mío y ella me miró.
-
¿Listo?
-
Sí –contesté yo.
Se inclinó sobre mí y apagó la luz de mi
mesilla. Después, se arrebujó en las sábanas. Yo me quedé encogido en mi lado
de la cama, tratando de hacerme a esa nueva situación, a ese aire que no era el
mío, a esa nueva figura informe bajo las mantas que ocupaba el otro lado del
colchón. Estaba tan tenso que no sabía si podría dormir. Pensé en cómo había
llegado hasta allí, en Carlos, al que no le había dicho nada de todo esto, en
la situación tan rara en que me encontraba. Dicen que un ser humano tarda una
media de siete minutos en alcanzar el sueño. Escuchaba su respiración
acompasada, parecía más relajada que yo. Un par de minutos después me convencí
de que estaba ya dormida. Me tumbé boca arriba y la miré respirar con su boca
pequeña. Estaba en su elemento, relajada. Quizá incluso feliz.
Y entonces comencé a relajarme, a sentir
como la calma me invadía, como si mi respiración se acompasara poco a poco a la
de aquel ser que dormía a pocos centímetros de mí. Caí sin darme cuenta en el
profundo abismo de los siete minutos. Mi último pensamiento fue la imagen que
debíamos hacer los dos allí, en su casa, en su colchón, dos extraños que habían
decidido dormir juntos. Dos personas solitarias que necesitaban
desesperadamente la ayuda de un completo desconocido.
Cuando me desperté por la mañana, ella ya
casi había terminado de vestirse. Se ponía un collar al cuello cuando descubrió
mis ojos abiertos.
-
Te he dejado café en
la cocina, y tostadas. Si no te gustan hay cruasanes y galletas, un poco de
todo.
-
Gracias.
-
Me tengo que ir a
trabajar, no quiero llegar tarde. Tira de la puerta y ya está.
Se marchó por la puerta del dormitorio.
-
¡Espera! –le grité.
Volvió adentro.
-
¿Has dormido bien?
Y sonrió. Una sonrisa pequeña, como su boca,
como su respiración. Lo recuerdo bien porque esa sería la única vez que la
vería sonreír.
No podía creer lo descansado que estaba.
Había dormido profundamente y me sentía relajado por primera vez en mucho
tiempo. Me conecté a la web para concretar otra cita para esa noche, pero
descubrí que me había bloqueado. Ya no podía ponerme en contacto con ella ni
ver su ficha o sus fotos. Me quedé helado, sin saber qué podía haber hecho mal.
Había cuidado mi higiene, había sido educado y discreto. Ahora entendía esa
sonrisa embarazosa. Debía haberla cagado sin darme cuenta, como en mi vida
diaria. Pero ahora era distinto, porque había comprendido el secreto de esa
página web, el por qué tantos usuarios estaban enganchados a dormir
acompañados. Era la comodidad de estar con otra persona pero eliminando el
aspecto personal, las riñas y preocupaciones. Tan solo un cuerpo a treinta y
seis grados a treinta centímetros de ti, calentando tu espacio personal sin
invadirlo. La felicidad organizada. No podía abandonar ahora.
Antes de dar otro paso necesitaba saber qué
pasaba conmigo, así que le pedí a Carlos prestada su videocámara y un trípode.
Carlos tenía muchas de esas cosas, siempre estaba tratando de liarme para
grabar cortos de mierda que luego no veía nadie. Le especifiqué que necesitaba
una cinta de larga duración, unas ocho horas, pero me dijo que ahora las
cámaras habían evolucionado y tenían un disco duro interno donde podían guardar
cientos de horas de grabación. No pude evitar pensar en ese momento que eso era
el problema, que las cámaras habían evolucionado y yo seguía igual. Carlos
intentó sonsacarme para qué era, pero me acogí al silencio entre amigos, y
cuando un amigo te dice que necesita algo y que no hagas preguntas, tú se lo
das.
Antes de montar todo pensé seriamente si no
sería más fácil buscarme una chica en la oficina para poder dormir con ella,
pero no era tan sencillo. El problema es que las chicas (y los chicos) quieren
siempre algo más que dormir. Quieren salir a tomar café, al cine, a dar paseos
y a contarse los más nimios detalles de sus familias. Y yo no podía ya con eso,
requería demasiado esfuerzo, demasiada presión. Requería escoger ropa, comprar
colonia, afeitarte y lavarte el pelo, ser educado y hacer bromas picantes, pero
sin pasarse. Ser galante nunca se me había dado demasiado bien. Siempre decía
muy poco o demasiado. Amelia lo sabía. Quizá fue eso lo que precipitó la
separación. Yo solo quería la normalidad, estar bien con alguien sin la
necesidad de hacer nada más. Sin tener que hablar ni enviarnos mensajes para
saber cómo estábamos a todas horas del día. Yo quería sentarme a ver la tele
con alguien sin decir palabra. Ese era mi anhelo, que cuando uno de los dos
bostezara, el otro le preguntara si se quería ir a la cama e irnos los dos
juntos. Cada uno a nuestro espacio, uno a la izquierda y el otro a la derecha.
Quería pasar directo a la fase de comodidad entre dos personas, que era de lo
que trataba esa página web. Pero primero necesitaba saber.
Coloqué la cámara en el trípode, pulse
grabar y me metí entre las sábanas. Era extraño tratar de dormir sabiendo que
iba a quedar registrado en un disco duro. No sabía si eso influiría en mis
siete minutos, y lo que era peor, no sabía cómo borrar luego el archivo antes
de devolverle la cámara a Carlos. Cerré los ojos y comencé a contar. Cuando el
despertador sonó por la mañana miré al punto rojo de la cámara. Todavía
parpadeaba. Lo apagué y me fui a la oficina. No quería llegar tarde.
A la vuelta conecté la videocámara a la
televisión y, tras muchos problemas, conseguí ver toda la grabación a cámara
rápida. Como Amelia me había indicado, me movía mucho, pero creía que ese no
era el problema por el que me habían bloqueado. Había descubierto, en varios
puntos de la grabación, una cierta tendencia a deshacerme de las mantas. Al
dormir boca arriba, en determinados ciclos de sueño, pude ver alguna de mis
erecciones nocturnas. Se veía a la perfección cómo el pantalón del pijama
comenzaba a elevarse hasta hacerse una pequeña pirámide (bueno, no tan
pequeña). Imaginé a mi compañera de colchón abriendo un ojo en mitad de la
noche y encontrándome a mí, tumbado boca arriba, tratando de tocar el techo de
la habitación sin manos. Una imagen perturbadora, más propia de un agresor
sexual que de un compañero de colchón. Apagué la grabación y borré el archivo.
Pasé un par de días pensando en qué hacer
antes de dar mi próximo paso. Poco podía hacer respecto a moverme en el
colchón, pero debía encontrar una forma de disimular mis erecciones nocturnas.
Tras muchos devaneos resolví que la mejor forma de ocultarlo era dormir de
lado, casi en posición fetal, dándole la espalda a mi compañera. Podía intentar
envolverme con fuerza en las sábanas hasta quedar atrapado dentro, inmóvil como
la verdura en un rollito de primavera. Pero estaba seguro que eso me impediría
dormir, y yo necesitaba dormir bien y descansar. Practiqué un par de noches, a
quedarme quieto en esa posición y tratar de conciliar el sueño. A veces se me
dormía el costado y me veía obligado a volverme del otro lado, pero creo que
gracias a mis piernas encogidas podía ocultar mi ánimo por sobresalir.
Me volví a conectar a la página y revisé
perfiles de nuevo. Esta vez envié cinco peticiones. Ninguna obtuvo respuesta.
Suponía que cualquier mujer debía de recibir cientos de propuestas, y yo sólo
era uno más. Pronto descubrí que en esa página web, como en la vida real, los
hombres no escogíamos nada, sino que nos limitábamos a ser seleccionados. Tres
días después recibí una petición. Se llamaba Helena. Al principio su perfil no
me produjo mucha confianza, pero de pronto me di cuenta de un detalle, y lo
tome como una señal: Medíamos exactamente lo mismo. Ella pesaba menos que yo,
por supuesto, pero pensé en nuestros cuerpos, simétricos en altura a cada lado
del colchón y me pareció una imagen con sentido, casi algo predestinado.
Comenzamos a hablar para citarnos.
Ella me dijo que prefería su piso, al menos
para empezar. Reconoció de primeras que le ponía algo tensa y creía que su
propio entorno le ayudaría a relajarse. Yo, con cero respuestas a mis
solicitudes, no estaba para escoger. Nos citamos para la siguiente noche. Esa
vez me sacudí un poco la presión y me dije que tenía que pensar menos en ello,
no obsesionarme con que fuese perfecto. Así que no lavé mi pijama ni lleve
pasta de dientes. Sí me di una ducha y usé enjuague bucal. A la hora convenida,
llamé a su puerta.
Me abrió una chica delgada, más de lo que
parecía en la foto. Vestía un pijama bajo una bata de estar por casa y sonreía.
Una sonrisa tímida asomaba a sus labios cuando se inclinó y me dio dos besos.
-
Soy Helena.
Yo le dije mi nombre. Ambos los sabíamos
antes de entrar. Me hizo pasar al salón.
-
¿Has cenado?
-
Sí, cené en casa.
-
Muy bien.
Colgó mi abrigo en un perchero.
-
¿Te levantas muy
temprano? –preguntó.
-
A las siete y media.
Pero pongo mi propio despertador.
-
Yo un poco antes.
Cogeré el primer turno de ducha, si te parece.
-
Muy bien.
Pasamos al dormitorio. Dejó la bata en un
galán de noche y se metió en la cama.
-
Tienes el baño al
otro lado del pasillo, si lo necesitas.
Fui al baño y me puse el pijama. Me lavé los
dientes, tomándome tiempo para tratar de aparentar cotidianidad. Doblé mi ropa
y la dejé encima de la tapa del bidé. Cuando volví al dormitorio, ella estaba
leyendo. Un libro grueso. Incliné la cabeza para tratar de atisbar el título.
-
Los hermanos
Karamazov –dijo ella, levantando el libro-. Espero que no te importe. Me gusta
leer un rato antes de dormir, me relaja.
-
No hay ningún
problema.
Me metí en mi lado de la cama, convenido ya
en nuestros primeros mensajes a través de la web. La verdad es que nunca he
tenido problemas en dormir en un lado o en otro, me amoldo a lo que se
necesite. Ella apagó la luz general y encendió la de su mesilla de noche,
dejándola la habitación en penumbras exceptuando las páginas de su libro.
Me puse en posición fetal y amoldé mi cuerpo
al colchón, haciéndome uno con la cama, dispuesto a mantener esa postura
durante toda la noche. Me entró la sensación de que ella alejaba los ojos del
libro para lanzarme miradas furtivas. Cerré los ojos y comencé a contar hacia
atrás desde cien, con la esperanza de no llegar al uno.
Abrí los ojos con el ruido de la ducha. Yo
estaba en la misma posición y se me había dormido el costado. Intenté moverme,
pero los músculos me pinchaban de forma dolorosa. Me senté en la cama y con
cuidado me levanté. Me apoyé en el marco del armario mientras estiraba las
piernas acalambradas. Me asomé al pasillo, ahora iluminado por las primeras
luces de la mañana. Me fijé entonces en que la puerta del baño estaba
entreabierta, con el sonido de la ducha saliendo de ella. Conocía la sensación.
Cuando vives solo te acostumbras a dejar el baño abierto mientras estás dentro,
así que al verte obligado a cerrarlo cuando hay visitas te entra un pequeño
episodio de claustrofobia, no por el espacio cerrado, sino por verte obligado a
ser un prisionero en tu propio hogar. Me acerqué hasta el quicio y me quedé
allí, oyendo las salpicaduras del agua contra la porcelana y el frotar de la
esponja contra su cuerpo. Me escoré y asomé la cabeza. Pude ver su cuerpo
difuminado a través de la mampara esmerilada, una masa color carne contra el
blanco nuclear de los baldosines. El pelo enjabonado pegado a la nuca y sus
manos recorriendo una de sus piernas. Ella era alta y esbelta, una de esas
mujeres que parecen parapetarse detrás de ropa sin mostrar el mundo la
perfección de su figura. . Emergió de pronto la erección que me había estado
guardando durante la noche.
La alarma comenzó a sonar y ella levantó la
cabeza. Tuve el tiempo justo para recorrer de puntillas el pasillo y apagarla
en mi móvil. Me metí entre las sábanas aún tibias. Alargué el brazo palpando su
lado de la cama, pero apenas quedaba rastro del calor de su cuerpo. El corazón
me iba a mil por hora. Cerré los ojos y comencé a contar hacia atrás desde
cien, tratando de rebajar el volumen de mi erección.
-
Despierta, dormilón.
Estaba envuelta en un inmenso albornoz y
tenía el pelo envuelto en una toalla. Sonreía.
-
Es hora. Te doy el
baño en cinco minutos.
-
De acuerdo.
Ella volvió al baño y yo me senté en la
cama. Suspiré y me miré la entrepierna. No quedaba rastro de la erección.
Desayunamos en la mesa de la cocina, en
silencio. Café, tostadas con mantequilla y cereales. Yo, que apenas podía comer
recién levantado, me esforcé por hacer pasar la comida garganta abajo, visto el
buen apetito con el que ella tragaba. Guardó un par de piezas de fruta en el
bolso, nos pusimos los abrigos y salimos de casa. En el portal, se despidió.
-
Que tengas un buen
día.
Me apretó el antebrazo con la mano y no me
dio dos besos de despedida. En ese momento, no supe descifrar si era una buena
o mala señal. Pasé el día en la oficina obligándome a no abrir la página web
para descubrir si me había bloqueado o no. Estuve en un par de reuniones y me
tuvieron que repetir algunas frases que no logré captar a la primera. Y es que
aunque estaba nervioso, había descansado estupendamente. Me había quedado toda
la noche quieto como en una crisálida, y me había levantado relajado y
dispuesto para un nuevo día. Tenía que continuar durmiendo con alguien. Y tenía
que ser ella, la dueña de ese cuerpo esmerilado.
Cuando llegué a casa encendí el ordenador y
me conecté a la página. Descubrí no sólo que no me había bloqueado, sino que me
había enviado otro mensaje preguntándome si iba a volver a dormir esa noche de
nuevo. Le escribí afirmativamente. Después, me conecté a una página porno y me
masturbé furiosamente.
En las dos semanas siguientes sólo dormí dos
días en mi piso. Me veía obligado a pasar por allí todas las tardes para poner
lavadoras, coger ropa y cenar. Después del postre me dirigía a casa de Helena y
dormíamos juntos. Sin rozarnos, sin ningún indicio sexual. Como dos gemelos en
el útero materno, cada uno en su bolsa amniótica. Tan cerca y tan lejos como
pueden estar dos seres humanos compartiendo un espacio de 1,80x1,35cm. La gente
del trabajo comenzó a decir que tenía mejor cara, que había perdido peso, que
se notaba que estaba haciendo pesas. De alguna forma empezaron a asumir que
había superado mi ruptura con Amelia, y atribuyeron mi mejoría a un posible
nuevo amorío. Hicieron apuestas por si era una chica de la oficina y buscaron
posibles candidatas. De alguna forma todo el mundo se hizo a la idea que estaba
saliendo con Carolina, una chica de administración con la que siempre me
cruzaba alguna broma en las reuniones de personal, sin saber que no habíamos
ido más allá de eso. Pero la gente es así, ve un trozo de hielo e imagina un
iceberg. Si les hubiera contado la verdad, que todo venía de dormir con
alguien, de sentir la cercanía de otro cuerpo humano, no me habrían creído.
Pobres infelices, atrapados en relaciones anodinas, buscando constantemente el
calor de otros cuerpos en el roce de pieles a altas horas de la madrugada, en
brumas de alcohol y tabaco que acababan secando sus almas. Los veía ahora desde
afuera, desde esa pequeña atalaya con forma de colchón y los juzgaba en
silencio, sintiéndome superior. Yo, que no estaba dispuesto a desperdiciar
energías en tomar café, en cenas, en paseos a la luz de la luna o visitas a los
familiares. Yo aspiraba a la meta, a esa normalidad que la gente llama rutina y
donde yo había aprendido a ser feliz. Para mí la nueva vida era eso, salir del
trabajo, una breve visita a mi casa, comer algo y marchar a casa de Helena.
Ella siempre me recibía con una sonrisa breve y escueta, lo justo y necesario
para darme a entender que era bienvenido y que se alegraba de tenerme allí.
Después nos poníamos el pijama, nos lavábamos los dientes y nos metíamos en la
cama. Ella siempre leía un rato antes de dormir. Yo pasaba esos minutos
entrando en mi rutina del sueño, donde a veces, como un pensamiento que se
escapa, pensaba en libros para regalarle.
Desayunábamos en silencio, y a veces nos
preguntábamos cómo nos había ido el día. Ambos sabíamos ser escuetos y
contestar con generalidades. Ninguno sabía a qué se dedicaba el otro. No
parecíamos necesitar nada más. Sorbía el café y daba mordiscos a la tostada,
sabiendo que cuando duermes tan bien, la jornada suele ir a mejor.
Pero la tragedia es un drama que se cocina a
fuego lento. Yo podía controlar mis movimientos estando despierto, y aunque
hacía verdaderos esfuerzos por permanecer en posición fetal para ocultar una
posible erección, una noche me desperté en una situación embarazosa. Era la
noche de un viernes. Yo seguía durmiendo encogido, pero durante el sueño debí
haberme cambiado de costado para evitar que se me durmiera el brazo, de forma
que ahora le daba la cara a ella. Ella se debía haber movido también en su
sueño, pegando su espalda a mi pecho, encajándose como una pieza de tetris que
busca su lugar perfecto. Y, como si esto no fuera poco, como si estar haciendo
la cucharita con mi compañera de colchón no fuera suficiente problema, yo había
alargado mi brazo libre y sopesaba su pecho en mi palma. Me desperté
sobresaltado y me congelé en esa posición, rogando por que ella no se
despertara y me encontrara así, lo que de seguro habría acabado con nuestro
trato. Pero sentía sus caderas contra las mías, y el suave y cálido tacto de su
pecho en la palma de mi mano era algo fantástico, así que me pregunté cuanto
tiempo podía permanecer en esa posición sin que se despertara. Tras unos
minutos, me retiré centímetro a centímetro hasta mi lado de la cama, asustado y
excitado a partes iguales. No volví a dormirme en toda la noche. Desayunamos
juntos y mientras tomábamos el café, ella preguntó:
-
¿Has dormido bien?
Era una pregunta de rutina, pero me pareció
entrever un leve sarcasmo. Traté de fijarme más, pero ella se escondía tras la
taza.
-
Muy bien. ¿Y tú?
-
Estupendamente.
¿Sabes?, creo que esta ha sido la mejor noche que he dormido desde que estamos
juntos.
Desde que estamos juntos. Ella y yo no
estábamos juntos. Dormíamos juntos, pero no estábamos. Eso era cosa de parejas,
de novios. Eso era como estábamos Amelia y yo. Juntos. Helena y yo sólo
compartíamos colchón. Debía calmarme, estaba comenzando a sudar. Me limité a:
-
Vaya, me alegro.
-
Y yo –contestó ella.
Apuré mi café, tragué el resto de mi tostada
tratando de aparentar normalidad y salí de la casa. Durante el trayecto a la
mía no pude dejar de darle vueltas a sus palabras, a las comisuras de sus
labios y brillo de sus ojos. Porque para mí también había sido la mejor noche
desde que estábamos juntos. Y eso sí que era algo que me quitaba el sueño.
La noche siguiente le dije que no me podía
quedar a dormir. Ni la otra. Me acojoné, hay que decirlo. Porque no había sido
culpa suya, sino mía, y si no podía controlarme, eso estaba abocado al desastre
y no había nada que pudiera hacer. Volví a dormir mal esas dos noches. Sentía
que si me dejaba llevar un poco rompería a llorar en la soledad de mi colchón,
allí donde podía estirar los brazos y no encontraría a nadie. ¿Pero quién
demonios quería estirar los brazos y no encontrar a nadie? ¿Cómo podía querer
alguien una casa para él solo? Volvieron las ojeras y el insomnio. Cuando
llegué el lunes a la oficina, todo el mundo me preguntó qué me ocurría y por
qué tenía tan mala cara. Yo me limitaba a contestar:
-
He dormido mal.
-
¿Tu chica daba muchas
vueltas en la cama? A mí me pasa.
-
No –respondía yo-. En
mi caso soy yo quien se pasa la noche dando vueltas.
Así que me volví a conectar y le pregunté a
Helena si esa noche podíamos volver a dormir juntos. Ella contestó un escueto
“Ok” que no supe interpretar, así que no lo intenté.
Me abrió como siempre. Me dio dos besos
castos en las mejillas y me hizo pasar. Colgó mi abrigo y me preguntó qué tal
iba todo. Le contesté vagamente, como siempre habíamos hecho. Ella estaba
terminando de ver una película, y me preguntó si me importaría que la terminara
de ver.
-
Por supuesto que no.
-
Ya sabes cómo es, con
los anuncios se hacen eternas.
-
Sí, ya sé.
Ella se sentó en su lado del sofá, con su
bol de palomitas. Yo, sin saber bien qué hacer, me acomodé al otro lado, lo más
lejos posible de ella. Aquello no era una cama, allí las reglas no estaban
claras y no sabía cómo comportarme.
Me tendió el bol de palomitas y yo cogí unas
pocas por educación, ya que nunca había sido muy aficionado a las palomitas. Se
me metían entre los dientes y me veía obligado a emplearme a fondo con el hilo
dental para sacarme los restos. Pero claro, eso ella no lo sabía, porque no
teníamos ese tipo de relación. Ella no era Amelia.
-
¿Te gustan las
comedias románticas? -preguntó ella sin desviar la vista de la pantalla.
-
No soy mucho de
películas –contesté.
-
Ah, a mí me encantan.
Sobre todo con esta actriz.
Y entonces comenzó a hablar de una actriz a
la que nunca había oído nada, y yo, sin saber qué hacer, asentí y me metí
palomitas en la boca. Un rato después, tras un último corte publicitario, se
acabó la película. Los protagonistas se besaron en una calle atestada de gente.
Los transeúntes aplaudieron. Corte a negro y créditos.
Nos preparamos para ir a la cama. Me puse mi
pijama y esperé mi turno en el baño mientras ella terminaba de lavarse los
dientes. Cuando me tocó a mí, además del cepillado, me vi obligado a usar hilo
dental para sacarme los restos de las palomitas. Cuando terminé, me sangraban
las encías.
Fui al dormitorio y ella estaba sentada en
la cama, como siempre, leyendo un libro. Pero no todo era igual, porque ahora
vestía una especie de camisón fino, escotado y con encajes, muy distinto al
pijama largo y convencional que solía usar. Y aunque es muy insinuante, me daba
un miedo atroz, porque yo no quería que nada cambiase, sólo dormir bien y
descansar. Pero la tela de ese camisón se veía muy fina, tanto que podría
rasgarla con mis propias manos. Sacudí la cabeza, me metí entre las sábanas y
apagué la luz de mi mesilla de noche.
-
Buenas noches, hasta
mañana –me despedí.
-
Buenas noches
–contestó ella.
Y me tumbé en posición fetal para ocultar mi
erección. Traté de serenarme y comencé a contar hacia atrás desde cien.
Cien. Noventa y nueve. Noventa y ocho. Noventa
y siete...
Algo me despertó en mitad de la noche. Aún
sin abrir los ojos sentí un calor repentino que me envolvía, que me
aprisionaba. Los abrí y encontré a Helena frente a mí, despierta, con sus
miembros entrelazados con los míos. Era prisionero de sus brazos y sus piernas.
Podía sentir su aliento a pocos centímetros de mi cara. No sabía qué decir ni
qué hacer, así que hice lo que suelo hacer en este tipo de situaciones, que es
nada. Me quedé allí mirándola, hasta que ella salvó los pocos centímetros entre
nuestras bocas y me besó, primero con los labios y después introduciendo
tímidamente la lengua. Y ahí descubrí que ya no necesitaba hacer esfuerzos para
ocultar mi erección, porque ella metió la mano en mis pantalones y suavemente,
con las yemas de los dedos, comenzó a acariciarla. Nunca se me ha dado bien
pensar durante éstas situaciones. Amelia lo sabía y Helena lo comenzaba a
descubrir. Porque por muy placentero que pueda ser tener su lengua en mi boca y
su mano frotando mi polla, en realidad eso no era lo que yo quería. Yo me
apunté a esto para dormir con alguien, no para follar con alguien. Follar
siempre lo complica todo, mientras que dormir siempre lo simplifica. Es
complicado cagarla mientras se duerme, aunque yo hubiera encontrado la manera.
Helena me arrancó el pijama y se me montó a horcajadas, y en ese momento ya no
conseguí pensar nada más. Me dediqué a follar, que bastante tenía.
Por la mañana me desperté con los ojos
hinchados y llenos de legañas. No había descansado nada y me dolía la espalda.
Helena no estaba, pero me llegaba el olor del café y las tostadas y el ¿huevo?
en la cocina. Me acerqué hasta allí sujetándome los pantalones del pijama (se
me había saltado el botón de la cintura) y la encontré delante del fuego,
haciendo tostadas francesas en una sartén. Ni siquiera Amelia me había hecho
nunca tostadas francesas. Yo a ella sí. Helena sonrió y me invitó a sentarme
mientras me ofrecía una taza de café. Ya conocía cómo lo tomaba. Y aunque sabía
exactamente qué tenía que hacer, me senté delante de la taza.
-
¿Cómo has dormido?
–preguntó ella.
-
Bien –mentí yo, con
mis ojos hinchados y mis legañas.
-
Yo también.
Y sonrió, porque ninguno de los dos
estábamos hablando de dormir. Desayunamos e hicimos bromas. Nos cogimos las
manos en algunos momentos y luego nos soltamos, nos untamos la mermelada en
nuestras tostadas e incluso, me duele decirlo, nos reímos de algunas bromas.
Fue un desayuno fantástico. Pero no era eso lo que yo quería.
Tras el desayuno me marché al trabajo. En la
puerta ella me alcanzó el abrigo y me dio un leve beso en los labios antes de
marchar. Un beso que yo saboreé de camino al trabajo y durante toda mi jornada
laboral. No pude tomar ni una sola decisión en ninguna de las reuniones del
día. Todos los compañeros me miraban y se preguntaban qué me pasaba hoy. No lo
sabían, y a mí no me hubiera sido fácil explicárselo.
Antes de que el trabajo avanzase debía tomar
una decisión sobre Helena. Pero como la mayoría de las veces que tienes un problema, Dios te lo
soluciona enviándote uno mucho mayor. Esa noche, cuando llegué a mi casa y me
conecté a la página web, tenía una nueva petición para dormir conmigo.
Una petición de Amelia.
Pasé dos días bloqueado, sin contestar a
Helena ni a Amelia. No podía dormir. Solo en mi colchón me dedicaba a observar
las grietas del techo y a repasar mis opciones una y otra vez, una y otra vez,
como antes contaba hacia atrás desde cien para quedarme dormido. Dije en el
trabajo que estaba enfermo y me dediqué a vagar por las calles y los parques.
Allí, sentado en un banco de madera, miré a las parejas que paseaban cogidas de
la mano, a los corredores que siempre parecían tener prisa y a los niños que
jugaban en la arena sin saber lo que la edad adulta les tiraría encima. Me
pregunté cuál de ellos quería ser yo, y si podía decidir algo después de todo.
Esa noche encendí el ordenador y bloqueé a
Helena. Escribí a Amelia y le pregunté si quería dormir en su casa o en la mía.
Después, me conecté a una página porno y me masturbé furiosamente.
Fui a su casa la noche convenida. No me
compré otro pijama, no llevé cepillo ni me lavé siquiera los dientes. Ella
había empezado esto. Ella me había enviado una invitación para dormir, así que
ella sabría qué demonios hacer ahora. ¿No lo había sabido siempre? Me abrió la
puerta, me dio dos castos besos y me invitó a pasar. Como si no nos
conociésemos. Pero sí nos conocíamos, y podía ver debajo de esa máscara de
normalidad su juego soterrado. Se había delineado los ojos y puesto un poco de
color en los labios, del color que ella sabía que a mí más me gustaba.
-
¿En qué trabajas?
Se lo dije.
-
¿En qué lado de la
cama duermes?
-
En el derecho
–contesté-. En eso soy inflexible.
Era su lado, los dos los sabíamos.
-
Bueno –replicó-, pues
entonces supongo que tendré que dormir yo en el izquierdo.
Nos dirigimos a la habitación. Su rutina
aprendida me decía que yo no era el primer usuario de la página con el que
dormía. Pero para ella todo eso no era más que un juego, mientras que para mí
se había convertido en una extraña forma de supervivencia.
-
Ahí tienes el baño
–indicó, como si yo no lo supiera-. Te dejo el primer turno.
Me metí en el baño. Me puse el pijama y sin
cepillo ni pasta de dientes, me dediqué a observar el armarito con sus
accesorios de aseo. Sus bastoncillos de los oídos, que seguía usando a pesar de
que le había dicho infinidad de veces que eran malos para el conducto auditivo.
Su esponja exfoliante, que equivalía a lijarse la piel, el gel de almendra que
usaba en la ducha cuyo olor se quedaba adherido en su cuerpo. Abrí y cerré el
grifo un par de veces y volví al dormitorio.
Ella se metió en el baño y yo me quedé allí
un instante, tratando de analizar la situación. Ahora, tumbado en el lado
derecho, lo veía todo desde otra perspectiva. Estaba como tantas otras veces,
metido en la cama mientras ella se demoraba en interminables horas en el baño.
Y yo esperando allí, solo. Estar con ella era algo muy parecido a sentirse
solo, y yo ya no estaba dispuesto a esperar a nadie. Apagué la luz general del
cuarto y me acurruqué entre las sábanas recién lavadas. Comencé a contar hacia
atrás desde cien. Cuando ella abrió al fin la puerta del baño, iba por el
sesenta y siete. Oí un par de pasos y después su cuerpo inmóvil al lado de la
cama, pensando qué hacer. Se metió entre las sábanas y se quedó allí, inmóvil,
quizá esperando que yo diese un primer paso. Pero ella no sabía que yo había
aprendido ya a dormir con otra gente. Continué mi cuenta atrás. Sesenta y seis,
sesenta y cinco, sesenta y cuatro...
Me desperté en mitad de la noche, con uno de
esos movimientos bruscos que dejan todo tu cuerpo en tensión por unos
instantes, avisándote de que se acerca una amenaza. Y Amelia era exactamente
eso. Me había pasado una de las piernas por encima y con la barbilla encajada
en mi clavícula buscaba mis ganas dentro del pantalón del pijama. Yo me quedé
allí dejándola hacer, sintiéndome como un hoyo en el que alguien estuviera
cavando. Ella sabía que me costaba mucho pensar en ese tipo de situaciones,
pero no contaba con que ya lo hubiera pensado todo antes de venir. Así que me
di la vuelta, me senté a horcajadas sobre ella y comencé a besarla con furia,
casi con rabia. Nos arrancamos la ropa y la lanzamos a los pies de la cama
mientras nos revolvíamos sobre el colchón. Me hubiera gustado insultarla, pero
no lo hice. Me hubiera gustado pegarla, pero no lo hice. Me limité a estar allí
y follarla con fuerza mientras ella se revolvía sobre mí, creo que tratando de
recuperar su lado del colchón. Me molestaba sobremanera que se me hubiera
abalanzado la primera noche, dándome por sentado, sabiendo que de alguna forma
yo siempre estaría esperando su vuelta. Cuando acabamos quedó de espaldas en el
colchón (en el lado derecho, claro) y suspiró.
-
Bueno, ha sido
divertido, ¿no?
No dije nada. Me acurruqué en la oscuridad
de la habitación y callé.
-
Venga, no me digas
que no te lo has pasado bien...
Seguí sin soltar prenda.
-
No digas nada, tú
sigue como siempre. Pero te conozco, y no necesito una palabra tuya para saber
cómo te sientes, así que no te hagas el orgulloso ahora.
Se dio la vuelta y tiró de la sábana.
-
Quizá no ha sido
buena idea, después de todo. Joder, tengo una reunión mañana a primera hora y
ya me has puesto de mala hostia.
Pero se equivocaba. Había sido una idea
estupenda, para mí al menos. Porque me permitió volver allí, con ella, y allí
pude asegurarme que no era donde quería estar.
Esperé a que se durmiera y me levanté.
Todavía era noche cerrada. Me vestí en silencio y recogí mis cosas. Abrí uno de
los armarios y saqué la pequeña caja de herramientas que compramos juntos en el
IKEA. Cogí un martillo. Me dirigí a la puerta y cogí sus llaves del cestito de
la entrada. Saqué la llave principal del llavero y dejé el resto donde estaba.
Cerré con cuidado, metí la llave en la cerradura y le di dos vueltas. Después,
con el martillo, golpeé la base de la llave con un golpe seco que resonó por el
descansillo. Con la llave rota e incrustada en la cerradura, dejé el martillo
en el felpudo y salí a la calle.
Pare un taxi y le indiqué el camino a mi
casa. Allí mismo, en el asiento de atrás, borré el teléfono de Amelia de mi
agenda del móvil. Cuando llegué a casa me conecté a la página web y comprobé
que Helena me había bloqueado a su vez. Me hubiera gustado escribirle un último
mensaje diciéndole que lo sentía, que nada de eso había sido culpa suya y que
había sido muy dulce, mucho más de lo que yo merecía. Ojalá encontrara otro
compañero de colchón, uno bueno.
Me metí en la cama y por primera vez, allí
solo, dormí agotado como un niño. En los días siguientes le conté todo a
Carlos, todo. ÉL siguió la historia con fruición, como si asistiese a un relato
de aventuras, lo que supongo era en cierto sentido. Cuando acabé, la mesa
cubierta de botellines de cerveza, se arrellanó en el asiento y exclamó.
-
Bueno, al menos has
follado, ¿no?
Pobre, no había entendido nada.
Volví a la oficina. La gente volvió a
comentar lo de mi mala cara y mis ojeras. Rellené informes y asistí a
reuniones. Tomé café de maquina y lo removí con cucharillas de plástico. Tomé
paella los jueves y cocido los martes en el menú del bar de la esquina.
Y por fin, un día, tras una reunión de
personal, me acerqué a Carolina, la chica de administración que siempre sacaba
un segundo para sonreírme y le pregunté si le gustaría cenar conmigo. Tardó un
par de segundos en contestar.
-
¿Pero cena cena?
-
Cena cena –contesté
yo.
-
¿Y a dónde quieres ir
a parar con esto?
Suspiré y me armé de valor antes de
contestar:
-
Mi objetivo es dormir
contigo, pero entiendo que antes tendremos que hacer un montón de otras cosas.
Me encanto tu relto, y te entiendo perfectamente lo que buscabas, mi novia murio hace 3 años y desde entonces he tenido parejas pero lo que he buscado no es otra situacion amorosa, de hecho me encantaria lo que esta pagina ofrece, alguien con quien solo dormir y regresar a una rutina tan comoda.
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