Un
contendiente era de Umbergistan, el otro soviético. Se enfrentaron en la final
del campeonato del mundo de ajedrez en 1963, en Belgrado, entonces capital de
la antigua Yugoslavia, en un clima de enorme tensión política. Andrey, el ruso,
tenía la tez pálida y el pelo cortado a cepillo. Amir, el umbergo, tenía la
piel olivacea y un aceitoso flequillo. Todo el mundo estaba pendiente de
aquellas doce partidas, y de lo que su resultado significaría en las relaciones
de las potencias norteamericana y soviética. Estados unidos apoyaba
económicamente a Umbergistan frente al bloqueo al que le estaban sometiendo los
rusos. Los americanos habían reclamado por la elección del país, creada una
república socialista ese mismo año. Parecía que el factor campo podía decidirlo
todo.
En la jornada de presentación del
campeonato, cuando Andrey y Amir se dieron la mano, tan sólo parecían dos
jóvenes serios e inteligentes, desconocedores de lo que sus movimientos de
piezas podían desencadenar. No hablaban el mismo idioma, pero jugaban al mismo
juego.
Las dos primeras partidas cayeron para el
lado de Andrey. Parecía que aquello iba a ser un paseo militar para los
soviéticos, deseosos de mostrar su superioridad intelectual al mundo entero.
Las dos siguientes fueron para Amir, y entonces todos se tensaron. Mientras los
días se sucedían y las agencias de noticias iban enviando reportajes a sus
países, los dos contendientes permanecían ajenos a todo en sus habitaciones de
hotel. Tras la séptima partida y con un resultado de cuatro a tres a favor del
ruso, Amir tuvo una intoxicación alimenticia y los servicios de contraespionaje
comenzaron a hablar de intento de asesinato, de estratagema para debilitar al
contendiente umbergo. Nadie pensó simplemente en un alimento en mal estado. En
el mundo en que vivían esas dos naciones, no había sucesos fortuitos. Se le dió
un día extra de recuperación y las partidas continuaron en medio de una enorme
tensión. Antes de reanudar, el ruso se acercó al umbergo y le preguntó por
gestos cómo estaba, a lo que le respondió que bien y le agradeció su
preocupación. Ambos contendientes fueron reprendidos por ese gesto esa misma
noche por sus federaciones. La partida terminó y ganó el ruso, que se ponía dos
arriba.
Llegaron a la duodécima partida seis a
cinco a favor de Amir. La seguridad se extremó todavía más, de tal forma que
para llegar al tablero los jugadores debían atravesar un pasillo formado por
guardias.
Todos los comentaristas dijeron que tenían
mala cara. El ruso marcaba unas enormes ojeras, y los ojos del umbergo parecían
más hundidos en sus cuencas. Sin duda, ambos acusaban la presión del
campeonato. Las blancas abrían. El ruso adelantó un peón y todo Belgrado
pareció guardar silencio.
Los jugadores comenzaron a mover piezas.
Unos decían que el ruso tenía una ligera ventaja, otros que el umbergo se
estaba adueñando de las posiciones clave. Eran dos genios estrategas
confinados en un tablero de ocho por
ocho. El ruso comió un caballo y el umbergo adelantó un peón que amenazaba su
alfil cuando un súbito clamor pareció provenir del fondo. Un hombre armado
irrumpió en la sala y comenzó a disparar al techo, y aunque fue de inmediato
abatido por los servicios de seguridad, ambos jugadores fueron evacuados y
recluidos en el hotel. Los gobiernos comenzaron a acusarse. El campeonato se
suspendió y ambas federaciones proclamaron campeón a su contendiente. Sin
embargo, la federación internacional declaró nulo el campeonato.
Los jugadores regresaron a sus países. Los
años pasaron y aparecieron nuevos contendientes. Se celebraron nuevos
campeonatos y emergió un nuevo campeón del mundo, un noruego de veintitrés años
y cara de niño. Cada país tuvo sus propios asuntos de los que ocuparse. Rusia
se disolvió y pasó a convertirse de una república soviética a una federación.
Umbergistan pasó de ser una república democrática a un estado islámico. Incluso
la propia Yugoslavia, sede del campeonato, se disolvió y sus diferentes
repúblicas se embarcaron en una guerra.
Parecía entre tanto conflicto que el
ajedrez era lo de menos.
En el año 2011, cuanto todo hubo quedado
atrás y las tensiones entre países se habían normalizado, dos viejos arrivaron
a Belgrado. De allí fueron a Kikinda, una ciudad de setenta mil habitantes a
dos horas de la capital. Se registraron en habitaciones separadas y se
reunieron en el desayuno. No hablaban el mismo idioma, pero se saludaron con
una sonrisa y un apretón de manos. El ruso tenía una poblada barba y el umbergo
casi se había quedado calvo. Tras el desayuno, cargaron una bolsa con un tablero
de ajedrez y se dirigieron a un parque cercano al abrigo de unos árboles. En
las otras mesas, viejos serbios daban de comer a las palomas.
Colocaron las piezas, no para un comienzo
de partida, sino desperdigadas por el tablero según unas posiciones que ambos
parecían conocer. El ruso miró su alfil amenazado por el peón y lo retiró. El
umbergo se quedó pensativo. El ruso miró a su alrededor y sonrió.
Hacía un día precioso.
© Santiago Pajares, 2015
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