Recuerdo el primer día que vi entrar por la puerta del
hotel al señor Ortego porque fue el mismo día que cobré mi primera nómina.
Llevaba treinta días trabajando como botones, y aquellas paredes que yo creía
que me cobijarían durante un verano se acabaron convirtiendo en mi hogar
durante más de treinta años. Mi plan inicial era trabajar allí durante tres o
cuatro meses, ahorrar un poco de dinero, ver cómo era capaz de desenvolverme en
el mundo laboral y después volar a otros prados. Nadie quiere cargar maletas
para el resto de su vida. Yo había recibido mi paga esa misma mañana, el primer
dinero que ganaba con el sudor de mi frente, y estaba de un fantástico humor,
pensando ya en cómo darme alguno de los caprichos que continuamente me denegaban
mis padres. El señor Ortego entró por la puerta y todos le saludaron con una
formal inclinación de cabeza. No llevaba maleta que yo pudiera cargar ni abrigo
para protegerse del viento. Siempre llegaba y se iba en un taxi y sólo se veía
expuesto los pocos metros que separaban la carretera de la puerta de entrada. A
pesar de su falta de equipaje el recepcionista me hizo llamar y acompañarle a
su habitación, la 444. Siempre sería la misma durante los años siguientes. Los
miércoles de siete a diez de la noche. Siempre habría de llevarle un vaso de
base ancha y una botella a estrenar de Jonnhy Walker etiqueta negra.
Monday, February 08, 2016
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