Recuerdo el primer día que vi entrar por la puerta del
hotel al señor Ortego porque fue el mismo día que cobré mi primera nómina.
Llevaba treinta días trabajando como botones, y aquellas paredes que yo creía
que me cobijarían durante un verano se acabaron convirtiendo en mi hogar
durante más de treinta años. Mi plan inicial era trabajar allí durante tres o
cuatro meses, ahorrar un poco de dinero, ver cómo era capaz de desenvolverme en
el mundo laboral y después volar a otros prados. Nadie quiere cargar maletas
para el resto de su vida. Yo había recibido mi paga esa misma mañana, el primer
dinero que ganaba con el sudor de mi frente, y estaba de un fantástico humor,
pensando ya en cómo darme alguno de los caprichos que continuamente me denegaban
mis padres. El señor Ortego entró por la puerta y todos le saludaron con una
formal inclinación de cabeza. No llevaba maleta que yo pudiera cargar ni abrigo
para protegerse del viento. Siempre llegaba y se iba en un taxi y sólo se veía
expuesto los pocos metros que separaban la carretera de la puerta de entrada. A
pesar de su falta de equipaje el recepcionista me hizo llamar y acompañarle a
su habitación, la 444. Siempre sería la misma durante los años siguientes. Los
miércoles de siete a diez de la noche. Siempre habría de llevarle un vaso de
base ancha y una botella a estrenar de Jonnhy Walker etiqueta negra.
Tres horas después de su llegada, como un
reloj, le veíamos dejar la llave en recepción, saludar con una inclinación de
cabeza y marcharse en un taxi que le pedían desde el hotel sin que él tuviera
que hacer nada. Cuando recogía su cuarto, siempre me encontraba la cama sin
deshacer, a lo sumo con unas leves arrugas en la colcha, como si hubiera
decidido descansar allí un instante antes de proseguir camino. En la mesa
quedaba la botella a la que sólo le debían faltar una o dos copas. Sin decir
nada a nadie, desde aquella primera vez, me llevaba la botella a casa y se la
daba a mi padre, que daba cuenta de ella a lo largo de esa semana. La habitación
444 ni siquiera era una de las grandes suites situadas en la sexta planta, pero
tenía un enorme ventanal desde donde se podían ver las copas de los árboles de
la avenida. Según el cambio de estaciones se podían ver las hojas florecer,
echar flores y después secarse y caer al suelo. Algunos decían que empleaba
aquellas tres horas en acostarse con una prostituta que llegaba en el ascensor
de servicio, pero nadie la vio entrar ni salir nunca. Otros que se masturbaba
en soledad. Otros aventuraban que habían visto su rostro pétreo en el ventanal,
mirando las copas de los árboles. Pero la verdad es que nadie lo sabía con
certeza, y con el paso del tiempo los trabajadores se acostumbraron tanto a su
presencia que dejaron de hacer se preguntas.
Nadie sabía quién era el señor Ortego. Sólo
conocíamos su apellido y que tenía libres las tardes de los miércoles. Era alto
y delgado y vestía los trajes de tres piezas con la desenvoltura de los que no
parecían conocer otra vestimenta. Sus pies siempre calzados con cueros ingleses
y su pelo echado hacia atrás, no sabría decirse si sujeto con alguna laca o
gomina o de natural así. Tenía una zancada larga y parsimoniosa que parecía
expresar que estaba en ese mismo instante en el lugar en el que quería estar,
ese trozo de moqueta, ese ascensor, ese pasillo, como si saborease cada momento
igual que lo hacía con el whisky de quince años. Según fue pasando el tiempo
elucubramos todo tipo de teorías sobre su identidad. Nos decíamos que le
veríamos en la televisión anunciando alguna fusión empresarial de
multinacionales, o quizá sentado en alguna de las sillas del fondo de un
consejo de ministros. Pero nadie pudo nunca arañar ninguna pista en los medios
de comunicación. Yo le veía apagar el teléfono en el pasillo camino de la
habitación y encenderlo a la salida, momento en el que empezaban a sonar los
mensajes y llamadas perdidas, llamadas de seguro importantes pero que él
retrasaba durante tres horas para esperar a alguien que no parecía llegar
nunca. Pero yo sabía que él nunca había esperado a nadie. De ser así, habría
pedido dos vasos.
El señor Ortego continuó visitando nuestro
hotel todos los miércoles durante todos los años en los que yo fui escalando en
el organigrama, de botones a recepcionista, después a administrador y al final,
casi treinta años después, a director del hotel. Había pasado de vestir una
chaqueta con librea a un traje como el del propio señor Ortego. Yo me había
quedado calvo en el transcurso del viaje mientras que él sólo parecía sumar
pequeñas arrugas en su rostro siempre sereno, tan pequeñas que sólo se hacían
perceptibles cuando les daba directamente la luz del sol al entrar por la
puerta. Se convirtió en nuestro cliente más antiguo, pero nunca crucé con él
una sola palabra.
Aquel día, jueves en que todo terminó, los árboles
de la avenida estaban en flor. Los pétalos se sacudían y caían sobre los
hombros de los viandantes como una suave lluvia de primavera. Corría una suave
brisa que arrinconaba esos pétalos en los rincones de los edificios. El
botones, un chico de unos diecisiete años con marcas de acné en las mejillas
entró en mi despacho y pidió hablar conmigo. Le miré mientras me relataba lo
sucedido y pensé en el tiempo que nos separaba. Cuando acabó su pequeño relato,
le seguí a la planta cuarta. Antes de entrar en la habitación 444, le pedí que
no dijese nada a nadie hasta que yo saliese. Abrí con mi llave maestra y caminé
hasta la butaca al lado del ventanal. La chaqueta reposaba en la cama y los
zapatos esperaban alineados al lado de la butaca. En ella, medio caído sobre
uno de los reposabrazos, estaba el cuerpo del señor Ortego.Su rostro parecía
sereno, casi plácido. El vaso lleno de whisky descansaba en la mesita junto a
la botella apenas empezada. Era la primera vez que compartía el cuarto con el señor
Ortego y por alguna razón lo encontré una enorme falta de educación, una falta
a los sagrados valores de nuestro hotel. Había girado la butaca para
enfrentarse al ventanal antes de que la muerte lo encontrara allí. Los árboles
poblaban la avenida y el cielo estaba repleto de pétalos en suspensión.
Entonces entendí lo que había estado haciendo todos ese tiempo, sin prisa, en
una hermoso cuarto con una hermosa vista y saboreando su bebida favorita. Me
estremecí al pensar el inmenso elogio que eso suponía para el hotel, como
alguien había considerado aquel lugar digno para morir en él. Tanto que no le
había importado esperar treinta años para conseguirlo.
Cogí la copa y la levanté hacia el cuerpo
inerte sentado en la butaca.
-
A su salud, señor
Ortego.
Vacié la copa de un trago y lo sentí bajar
áspero por mi garganta para luego calentar mi estómago. Igual que cuando lo
probé por primera vez siendo botones.
Agarré la botella apenas empezada antes de
salir del cuarto. Mi padre había muerto tiempo atrás y no podría llevársela.
Quién sabe, quizá podría aquel fuese un buen momento para compartirlo con mi
hijo.
© “La habitación 444” Santiago Pajares. Noviembre de
2014. Noviembre de 2015.
No comments:
Post a Comment